Existe consenso entre los organismos internacionales y de Naciones Unidas de que nuestro planeta no será sustentable si no modificamos, de manera urgente, el sistema alimentario existente. Este sistema, desarrollado por las grandes corporaciones agroalimentarias, basado en inmensos monocultivos y el uso intensivo de agroquímicos tóxicos, se ha extendido por el mundo arrasando selvas, bosques y todo tipo de ecosistemas, acabando con la biodiversidad, incluyendo la diversidad de alimentos, acabando con la fertilidad de la tierra, imponiendo una dieta que ha provocado una epidemia global de malnutrición.
Este sistema destina una gran parte de los cultivos a producir granos para animales, es decir, para la producción de carne –como la soya arrasando las selvas y ecosistemas de Sudamérica– o ingredientes para los productos ultraprocesados –como el aceite de palma que arrasa las selvas de Indonesia–. En este proceso, una gran diversidad de animales y vegetales han desaparecido a una velocidad sin precedentes, contribuyendo a la ya reconocida sexta extinción de especies provocada por las actividades humanas en esta era que, justamente, ha dado en llamarse “El Antropoceno”.
Es así que las grandes plantaciones agrícolas se han convertido en espacios sin vida, tierras totalmente estériles a las que se deben agregar fertilizantes y enormes cantidades de pesticidas y herbicidas. Las semillas usadas en este sistema se han patentado y diseñado para que sean útiles en una sola siembra, es decir, las semillas obtenidas en las cosechas se han diseñado para que no sean suficientemente productivas. Si el agricultor desea volver a sembrar, debe volver a comprar la semilla a la empresa en cada siembra. Y con la semilla debe comprarse el paquete tecnológico de fertilizantes y herbicidas y plaguicidas producidos, comúnmente, por la misma empresa que tiene la patente de la semilla. Mientras esto ocurre, las grandes corporaciones que venden estos paquetes han logrado que diversas naciones prohíban el intercambio y venta de semillas entre los campesinos, semillas que ellos han venido sembrando y seleccionando durante generaciones. Es decir, se trata de prohibir una práctica ancestral de la humanidad.
Este sistema agrícola destina las tierras a la producción de alimentos que no son para las sociedades que viven en esa región, desplaza la producción de alimentos que eran consumidos por esas sociedades, establece grandes monocultivos donde antes se producían una gran diversidad de alimentos, termina por atentar contra la sobrevivencia de los pequeños y medianos productores. Un ejemplo es nuestro país, mientras somos grandes productores y exportadores de frutas y vegetales bajamos el consumo de estos alimentos en casi 40 por ciento en un periodo de 20 años y aumentamos el consumo de comida chatarra, hasta volvernos los mayores consumidores de estos productos en América Latina. Producimos salud, consumimos enfermedad.
Recientemente se otorgó el Premio Nobel de la Paz al Programa de Alimentos de Naciones Unidas por llamar la atención del mundo sobre el hambre que sufren millones de personas. Antes de la pandemia se reportaba ya que 2 mil millones de personas estaban enfrentando inseguridad alimentaria, de los cuales 750 millones sufrían de hambre crónica o severa. Sabemos que se produce suficiente alimento para la población mundial, pero el sistema alimentario no está destinado a satisfacer las necesidades alimentarias de esta población y a hacerlo de forma saludable. Así como hay 2 mil millones de personas enfrentando inseguridad alimentaria, hay alrededor de otros 2 mil millones con sobrepeso u obesidad. El sistema no es sustentable y provoca severas desigualdades, se ha establecido con el fin de generar grandes beneficios a las megacorporaciones agroalimentarias, a costa de los pequeños productores, por un lado, y de los consumidores, por el otro.
El modelo se ha desarrollado en un sentido totalmente contrario a las consideraciones ambientales, al conocimiento de las propiedades de la tierra, de la agroecología, y de las necesidades nutricionales y culturales de las poblaciones. La producción suele establecerse con el fin de proveer demandas del mercado global, sin relación con las necesidades de las poblaciones locales.
El sistema alimentario imperante contribuye con 21-37 por ciento de los gases de efecto invernadero y ha degradado ya una tercera parte de las tierras agrícolas. Lo anterior, cuando es posible desarrollar formas de producción que en vez de emitir gases de efecto invernadero, los capturen, sistemas de producción de alimentos que regeneren la tierra, que le devuelvan su fertilidad. Los organismos de Naciones Unidas venían desarrollando visiones y repuestas parciales a profundos problemas sistémicos: por un lado, se enfrentaba el cambio climático, por otro, los sistemas agrícolas y, por otro más, la nutrición. De ahí la iniciativa de generar una visión y política coherente, de ahí el llamado de Naciones Unidas a la Cumbre Mundial de Sistemas Alimentarios.
Existe consenso en la necesidad de iniciar una reforma profunda de los sistemas alimentarios que permita que la producción de alimentos se realice de forma sustentable y permita a la población el acceso a alimentos saludables, manteniendo la diversidad biológica y cultural. Sin embargo, el tema es cómo y con quién se realiza. Olivier de Shutter, exrelator de Naciones Unidas por el Derecho a la Alimentación, y bien conocido en México por el reporte que realizó sobre nuestro país llamando la atención sobre la catástrofe alimentaria en la que México se había sumergido con el alto consumo de comida chatarra y bebidas azucaradas, señala sobre esta Cumbre: “El proceso opaco que está llevando a la Cumbre sobre Sistemas Alimentarios ha provocado preocupaciones de que se ignoraran en los hechos el consenso creciente de cómo deben reformarse los sistemas alimentarios, e ignorar a quienes están actualmente haciéndolo”.