Emilio Lozoya y su ‘bomba’ de 60 cuartillas

Por razones sobre las cuales solamente se puede especular, ayer comenzó a circular en medios electrónicos el que, mientras las autoridades no lo desmientan, sería el texto íntegro de la denuncia de hechos presentada por Emilio Lozoya Austin ante la Fiscalía General de la República (FGR).

La autoridad se ha apresurado a negar que haya sido ella -en presunto acatamiento a la “sugerencia” realizada por el presidente López Obrador en su conferencia matutina del martes anterior- la que hubiera “filtrado” la versión electrónica del documento.

Para efectos estrictamente informativos poco importa cómo alcanzaron la publicidad las 60 cuartillas que acusan a 17 personas concretas, entre ellas incluso una periodista. Lo que importa es el significado de lo que esas cuartillas exponen, es decir, el retrato hablado de una clase política podrida; la constatación de que el Presidente tiene razón cuando asegura que el Gobierno se convirtió en un instrumento al servicio de una “minoría rapaz”.

Poca sorpresa puede causar el conocimiento de los detalles de este caso a una sociedad acostumbrada a convivir con los excesos de su clase gobernante, a percibir sin intermediarios la forma en la cual el presupuesto público ha sido históricamente empleado para la construcción de fortunas privadas.

Pero que no cause sorpresa no implica disminuir ni un ápice la indignación ni mitigar en lo más mínimo el reclamo de justicia ante la indecencia allí descrita. Tendrán que investigarse, desde luego, los presuntos delitos allí mencionados, pero para cualquiera que conozca medianamente la historia pública del país de los últimos años, el relato suena verosímil.

Lo que acaso debiera sorprendernos a todos es la ausencia de al menos un atisbo de remordimiento en el denunciante, sobre todo si se tiene en cuenta que en su “acusación”, Lozoya Austin reconoce haberse quedado, para su beneficio personal, con un millón y medio de dólares del dinero que la empresa Odebrecht le entregó como parte de los sobornos que él negoció.

Ni una sola letra, en las miles de palabras contenidas en el largo escrito, para expresar el mínimo remordimiento, para reconocer que se plegó, formó parte y se benefició del esquema corrupto y corruptor que dibuja y del cual culpa, casi exclusivamente, al expresidente Enrique Peña Nieto y su secretario de Hacienda, Luis Videgaray.

Lejos de tal posibilidad, Lozoya Austin se asume como víctima, como una suerte de “indefenso individuo” que se vio forzado, sin opciones para escapar de tal situación, a ser apenas una correa de transmisión en el esquema de corrupción que le costó -y le cuesta- a la sociedad mexicana muchísimo dinero.

El documento de Lozoya es, no cabe duda, una “bomba” que cobrará víctimas entre los miembros de la clase política mexicana. Pero los ciudadanos esperamos que ello no ocurra solamente en el terreno de la opinión pública, sino que los hechos denunciados se castiguen mediante la imposición de sentencias judiciales.

Lo paradójico será, por supuesto, que entre quienes sufran castigo no se encuentre, al final, el único delincuente confeso que hoy existe en este caso: Emilio Lozoya.

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