Rubén Marti
Siglos de promoción de la democracia liberal hacen creer a los mexicanos que votar en una elección cada tres años los hace partícipes de las principales decisiones de su localidad, su estado o su país. Les hace creer que son tomados en cuenta y que con introducir una boleta en una urna participan en el destino de la nación. Pero esto es una ilusión.
Pensemos lo siguiente. En México hay elecciones desde el fin del régimen colonial español al terminar el siglo XIX, pero eran elecciones en las que apenas participaba una minoría. Las votaciones, de hecho, se celebraban en las explanadas de las iglesias y eran a mano alzada, a la vista de todos. Es decir, no eran secretas. Y era un derecho sólo para una minoría. Votaban solamente hombres, letrados y con riqueza. A lo largo de todo el siglo XIX quedaron fuera las mujeres, quienes no sabían leer y escribir y quienes no tuvieran propiedades. Es decir, la mayoría.
¿Cómo se puede llamar a eso democracia? Por supuesto que no lo era. Era un ejercicio de legitimación de una minoría que controlaba al país. La minoría masculina que por sus privilegios sabía leer y que por la explotación y despojo mantenía riquezas.
Las elecciones en las que participó Francisco Madero contra Porfirio Díaz no fueron muy diferentes que las celebradas a lo largo del siglo XIX. Las elecciones cuyo resultado fraudulento a favor del dictador Díaz en 1910 detonaron la Revolución mexicana, apenas participaron 20 mil mexicanos, de un país habitado por más de 11 millones de personas. El voto era un privilegio de una minoría. Es absurdo y detestable que el voto se le “concediera” a las mujeres apenas a la mitad el siglo XX, el 17 de octubre de 1953.
Pero luego se siguió restringiendo el voto por cuestiones ideológicas. No fue sino hasta la reforma política y electoral de 1977 que se legalizó la participación de fuerzas de derecha (sinarquistas) y de izquierda (comunistas) en las elecciones.
Es decir, apenas hace 44 años que México tiene voto universal (para hombres y mujeres, sepan o no leer, tengan o no propiedades, fueran de derecha o izquierda) y secreto (en urnas individuales y con mamparas). Pero ocurría que un partido hegemónico que ejercía su poder de modo autoritario imponía los resultados electorales mediante el corporativismo, el acarreo, el uso del aparato estatal o el vil y burdo fraude electoral.
Millones de mexicanos creyeron que todo esto cambio en la elección del 2 de julio de 2000 con la derrota del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el triunfo del candidato de Acción Nacional, Vicente Fox. Para muchos ciudadanos en esa fecha se inaugura la “transición a la democracia” en México. Es decir, antes existía un régimen autoritario y en esa elección “libre” se funda una democracia liberal al estilo de los sistemas políticos imperantes en las naciones capitalistas desarrolladas como Estados Unidos y Europa.
Pero el saldo que nos ha dejado esta supuesta transición a la democracia y elecciones en un régimen liberal de partidos controlados por la clase política profesional es el de un orden político donde las campañas y elecciones sirven para simular la participación de la gente y la rotación de élites políticas sin que al final las cosas cambien de verdad.
Basta ver los rostros de los dirigentes de los partidos y de los candidatos a los principales puestos de elección popular para ver que la mayoría sale de una sola matriz. Es un gatopardismo político en el que se demuestra que ya sea en el viejo priismo autoritario, el panismo fallido y perredismo decadente de la supuesta transición o ahora Morena en la Cuarta Transformación, las elecciones sirven sólo para afirmar la promesa de falsa participación de la población mientras los problemas seculares que aquejan a la sociedad siguen siendo los mismos.
E incluso agravados, como es el caso de la guerra informal que padece la sociedad con sus caras más dolorosas como las masacres, desapariciones, fosas clandestinas y crisis de identificación forense. Todas las fuerzas políticas que ahora se pelean el Congreso y que se achacan la responsabilidad de la inseguridad, todas han apostado por militarizar la seguridad pública en el país.
Se parecen mucho más de lo que quieren admitir. Lo mismo ocurre con el modelo económico secundario exportador, extractivista, que funciona bajo la explotación de la mano de obra y encadenado a la órbita económica de Estados Unidos.
Al final, a pesar de que simulen pelearse en las campañas y competir por el voto, todos lo grupos políticos de la clase política profesional ofrecen el mismo modelo de país que produce los problemas seculares que ningún partido, ningún cambio de Gobierno ha podido resolver: pobreza, desigualdad, explotación de la fuerza de trabajo, despojo de bienes comunes, privatización y entrega al mercado de los insumos esenciales para tener una vida digna.
Las elecciones de candidatos a ocupar los puestos de representación de los poderes públicos en los que supuestamente se organiza la voluntad popular deberían merecer un proceso de discusión, deliberación y participación mayoritaria y profunda de toda la sociedad en cada rincón del territorio del país.
Pero, ¿qué son realmente las elecciones?: una puesta en escena. Los políticos profesionales que buscan “representar” intereses de miles de ciudadanos buscan ser populares para quedar incluidos en las encuestas, buscan aparecen en medios informativos para ser conocidos por electores y así ganar las candidaturas de los partidos que escogen como plataformas de lanzamiento.
Todo es una puesta en escena, una ficción. No es la realidad. Los candidatos simulan que conocen la realidad que vive la mayoría de la sociedad. Entrenados por sus coach de imagen y por sus costosos asesores electorales, los candidatos simulan que conocen las calles, los barrios, los tianguis, el habla popular, el transporte público, las penurias salariales, la falta o baja calidad de los servicios públicos y los problemas que aparecen en el top ten de las encuestas, como la inseguridad, los bajos salarios, el desempleo, la pobreza o la falta de seguridad social.
Pero, salvo excepciones contadas, los candidatos no conocen ni viven en realidad esas vidas. Se las platican y con mucho trabajo de por medio, se las pueden imaginar. Pero no las conocen. Y sin embargo simulan que las entienden y por eso pueden representar en los poderes públicos a los ciudadanos comunes y corrientes a quienes piden su voto. Es una falacia, un montaje, una puesta en escena. Mera sociedad del espectáculo como ya lo definiera desde 1967 el teórico situacionista Guy Debord en su libro del mismo nombre.
Así que se produce o construye un personaje que es el candidato. El aparato político que busca ganar o conservar la tajada de poder público que le da ventajas y beneficios grupales y personales, trabaja para que su candidato convenza a los votantes de que es la mejor elección.
Y es aquí donde las elecciones se convierten en una disputa no por resolver los principales problemas de la sociedad o por trabajar en una sociedad que tenga como horizonte una vida digna para todos sino para satisfacer la necesidad de poder, beneficios y privilegios de candidatos, partidos, y toda la fauna que se emplea en la clase política profesional.
De tal modo que las elecciones no son una disputa por presentar las mejores propuestas para solucionar la vida indigna, difícil y hasta miserable que vive la mayoría de la sociedad sino en obtener votos para que una minoría de la clase política profesional viva bien, siempre y cuando sea funcional a los intereses del sistema político, social, económico y de legitimación al cual sirve.
De modo que el voto sirve a estos intereses. Votar en el actual sistema liberal de representación política es avalar este sistema de dominación. Votar es una falsa promesa de participación política.