Jorge Zepeda Patterson
Siempre he puesto en duda la categórica afirmación de Andrés Manuel López Obrador de que el pueblo es por naturaleza bueno. Su confianza indeclinable en las grandes mayorías de escasos recursos, ha sido una constante a lo largo de su vida. El pueblo es bueno, sabio y noble ha dicho una y otra vez. Sin embargo, una larga experiencia me ha enseñado que al margen de la clase social hay seres humanos admirables y seres inhumanos, punto. Por sí misma la pobreza no enaltece y la miseria absoluta no extrae necesariamente lo mejor de una persona, con frecuencia más bien lo contrario, lo cual resulta más que entendible.
Dicho lo anterior, debo reconocer que tal convicción fue sacudida luego de invertir medio día para recibir la tercera dosis de la vacuna contra el Covid19. Mi edad y residencia actual me citaron este viernes a unas oficinas de la Secretaría del Bienestar, habilitadas como centro de vacunación. Lo había intentado el jueves, pero las interminables colas que encontré me convencieron de regresar a las 6:30 del día siguiente. Por desgracia otras 4 mil personas pensaron lo mismo, con el agravante de que el despertador de la mayoría de ellas fue más previsor.
Una vez instalado, a casi un kilómetro de la boca de entrada, asumí que habría que armarse de paciencia y, libro en mano, intenté despejar mi mente del repentino resentimiento que me generaba la incompetencia de la burocracia federal. ¿No podían haberlo hecho mejor? Solo dos sitios de vacunación en una ciudad de medio millón de habitantes y tres días límite para vacunar a más de 50 mil adultos mayores se traducen, por aritmética pura, en un calvario para miles de ancianos. ¿Por qué el valemadrismo de la autoridad con una “logística” que inflige tal castigo en su propia población? Bastaba ver la concurrencia para entender que muchos de los de la tercera edad estaban muy cerca de salir de ella y el enfriamiento y el implacable plantón no ayudarían para mantenerlos entre los vivos. Para algunos constituía un suplicio simplemente avanzar los dos o tres metros que de tanto en tanto había que recorrer para acortar el interminable kilómetro. Literalmente varios habían sido trasladados e instalados en la larga cola por algún familiar.
Intenté participar de mi indignación a mis vecinos, solo para descubrir que ninguno la compartía. “Pero es gratis”, me dijo uno con una enorme sonrisa desdentada. “Para las 4 de la tarde ya estamos en casa y bien vacunaditos”, me dijo otro con una templanza que habría envidiado Yoda o el Dalai Lama, mientras que yo hacía preocupados cálculos de las diez horas que faltaban para que eso sucediera. “No se crea, tampoco tenía mucho que hacer encerrado en la casa”, afirmó un tercero, mientras alzaba el brazo para atraer la atención de una señora con un canasto de chilaquiles verdes y rojos. Para las 8 de la mañana la escena se había convertido en una verbena. Vendedores de gelatinas, café con conchas, buñuelos, tortas de jamón, pasteles y galletas recorrían de arriba abajo la larga serpiente de ancianos pregonando su mejor marketing. “Café calientito”, “tortas con rebanadas gruesas de jamón”, “pastelitos de la abuelita”. La señora de los chilaquiles, prefería echar mano de la ciencia y en su mejor imitación de López-Gatell aseguraba “la vacuna no debe recibirse con el estómago vacío, lleve sus chilaquiles”. Muchos de los pacientes, nunca mejor dicho, observaban la pasarela de vendedores como si se tratara de un maravilloso e irresistible buffet. Y en verdad lo era.
Había algunos pocos cuya tez y atuendo evidenciaban su pertenencia a la clase media e incluso un par de fifís que hacían ostensible que se encontraban fuera de lugar. Supongo que su prisa por inmunizarse había vencido su resistencia a incurrir en tan forzado baño de pueblo. Sus choferes los avituallan de tupperwares y botellas de agua, sombrillas para el sol y sillitas plegables para hacerles más llevadero el momento, a pesar de lo cual claramente lo estaban pasando más mal que sus vecinos del México profundo.
Cuando por fin quedó a golpe de vista la puerta de entrada a la ansiada clínica pude confirmar que López Obrador puede estar equivocado en muchas cosas, pero quizá no anda tan errado en lo que respecta a su pueblo bueno. Mientras que la totalidad de la gente guardaba con riguroso respeto el orden de llegada a la fila, por más sinuosidades y accidentes que hubiese en los frecuentes recorridos, una y otra vez pude ver que los intentos por colarse procedían de los que se auto definirían como “gente bien”. Quizá los clasemedieros pensarían que los otros estaban en la obligación de pasarse horas porque de cualquier manera eran humildes y su tiempo valía menos, pero que por alguna razón ellos tendrían que estar exentos. Una veintena de “bien nacidos”, a juzgar por su aspecto, se agolpaban a la puerta de entrada intentando convencer a los Servidores de la Nación con algún argumento in extremis que justificara ser vacunado de inmediato. En ese momento entendí por qué había tan pocos en la fila: al llegar la vieron y, en lugar de formarse 500 metros atrás, habían decidido que tenían mayor oportunidad encomendándose a su verbo y a su cartera. Se que mi observación no tiene nada de científica, pero juro que en esa bola de aspirantes a infiltrarse no había uno que militase en las filas de los que AMLO llamaría el pueblo bueno.
Quizá se trate menos de una supuesta bondad aparejada con la pobreza y más con la costumbre de soportar las vicisitudes de la vida pública en desventaja. El país de donde procede AMLO es uno en el que hay que armarse de paciencia, donde los horarios y las citas no funcionan del todo, en el que hay que regresar porque hoy no se pudo, en donde muchas cosas están descompuestas pero tampoco están mal si son gratis o cuestan poco.
A las dos de la tarde salí feliz porque ninguno de los Servidores de la Nación dejó colar a nadie, y porque estaba vacunado y camino a casa tras una jornada de ocho horas en lugar de las diez pronosticadas. Y gratis.