Dolia Estévez
Nuestros primeros conocimientos sobre ese lejano país llamado España no los obtuvimos leyendo Por quién doblan las campanas de Hemingway, esa formidable novela protagonizada por un profesor de español estadounidense que acabó como dinamitero en las filas de las Brigadas Internacionales defendiendo la República en la sierra de Guadarrama. Los obtuvimos en el momento en que abrimos los ojos por primera vez hace 500 años cuando murió el imperio mexica y nació la nación mexicana.
Aquello no fue una conquista o una derrota, sino el doloroso nacimiento de una nueva gran nación. El Embajador Agustín Gutiérrez Canet bien señala que es un error histórico afirmar que los españoles conquistaron México, pues lo que conquistaron fue el imperio azteca. México no existía antes de 1521. Hablar de la conquista de México, es una contradicción conceptual: ¿Cómo se puede conquistar a sí mismo una nación que nació después de la fusión española con la indígena, como si México-Tenochtitlan se hubiera congelado hace cinco siglos sin haberse transformado?, pregunta.
Nuestra identidad nacional es la fusión de esas dos culturas; de esas dos realidades históricas. La nación que hoy llamamos México no se entiende sin ambos legados, el español y el indígena. Son indisolubles. No podemos, aunque quisiéramos, suprimir la herencia española, reemplazar el español y cambiar nuestros apellidos por nombres en las lenguas prehispánicas.
De ahí que el reciente intento de la derecha española de borrar lo indígena de nuestro ADN se topó contra una muralla de indignación y rechazo. Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, de visita en esta ciudad la semana pasada, acusó a Andrés Manuel López Obrador de pretender “dinamitar el legado de España”, promoviendo “ese indigenismo” que, proclamó ufana, “es el nuevo comunismo”.
La funcionaria que debe su alto cargo en parte al apoyo del partido de ultraderecha Vox, se dijo “sorprendida” de que el Papa, “un católico que habla español hable así de un legado como el nuestro, que fue llevar precisamente el español y, a través de las misiones, el catolicismo”.
La señora aludía a la carta que el Papa argentino dirigió a los obispos mexicanos con motivo del Bicentenario de la Independencia de México la semana pasada. En ella reconoce “errores” cometidos en la evangelización de los indígenas, pero no pide perdón. “Las palabras matizadas del Papa fueron manipuladas para hacer creer al público que se trataba de un aval al revisionismo histórico maniqueo del Gobierno mexicano”, señaló Gutiérrez Canet.
Ayuso no leyó o no entendió el mensaje de Francisco.
Mientras, en el otro lado del Atlántico, José María Aznar, de triste memoria por su servil alianza bélica con George W. Bush, se burlaba del origen de los nombres y de los apellidos de Andrés Manuel López Obrador, señalando, con sorna, que no vienen de los aztecas, los mayas o los incas. Que alguien le diga al ex jefe de Gobierno español que los incas no estaban en México.
Lo que hacen Ayuso y Aznar, ambos del Partido Populista, es sesgado por decirlo suavecito.
Con su pedido para que la corona española y el Vaticano pidan disculpas por las atrocidades de la conquista, AMLO detonó un absurdo debate trasatlántico a destiempo. A nadie ayuda revivir fantasmas que el paso de los siglos se ha llevado. El futuro de México no se encuentra en su pasado. El pasado pasado está.
La insistencia en redefinir culpables y revisar un hecho que ocurrió hace 500 años, encendió pasiones neoimperiales en la derecha española, despertó su nostalgia de frailes y soldados, de indios rebeldes a la evangelización forzada, de reyes ambiciosos, de expediciones en tierras incógnitas y de una España ansiosa de extender ad infinitum sus confines sin prevenir lo efímero de sus gestas.
Muchos creen, o quieren creer, que el altercado tiene fecha de caducidad: cuando su instigador se vaya a su rancho y abandone las redes sociales como prometió que hará. Mientras, se corre el riesgo de escalar el anti hispanismo en México y el anti mexicanismo en España.
Para muchos españoles, seguimos siendo una pandilla de salvajes. “Vosotros los mexicanos sois caníbales”. Porque un grupo indígena importante en el México precolonial, en efecto, realizaba sacrificios humanos, es un error generalizar que en todo el territorio de lo que hoy es México había esa práctica. O decir que todas las tribus precoloniales sacrificaban niños y mujeres y se los comían. No podemos hacer el tracing para determinar de qué tribu indígena venimos –de los aztecas bárbaros o de los mayas cosmólogos– para ganar la aceptación de los españoles.
El contra polo de esa ignorancia es un segmento en la sociedad mexicana que rechaza todo lo que es español. Les choca el ceceo de los españoles (pronunciación diferenciada de la z y la c). En redes sociales reaparece el infantil prejuicio de que los españoles no se bañan. Cuestión de recordar el bullying en la primaria contra los hijos de los refugiados de la guerra civil. “Eres un cochino, pinche gachupín, tu no te bañas, hueles a cerdo…” Para ellos la conquista sólo fue una sangrienta masacre de indios indefensos y de saqueo de los tesoros nacionales.
Actitudes así alimentan un monstruo cuyas consecuencias no podemos medir, pero que puede ser un monstruo de ideologías ciegas que le haga mucho daño al país de la manera en que los malos entendidos e insultos terminan dividiendo a las familias. Con todo, es altamente improbable que el desgaste actual alcance un punto de quiebre o que las relaciones se rompan, como ocurrió con Franco. No parece ser ese el ánimo de la derecha española, mucho menos del Gobierno socialista o del Gobierno de AMLO.
La relación México-España por años la han determinado menos las cúpulas del poder y más el fluido contacto horizontal entre sus pueblos. Intercambios culturales, estudiantes mexicanos en aulas españolas, turistas españoles en centros vacacionales y urbanos, casas editoriales españolas siempre presentes en nuestras ferias del libro, periodismo binacional e inversiones privadas de beneficio mutuo. Tal vez, quizá, lo que nos une sea más fuerte que lo que nos separa. Confiemos en que con o sin perdones, esa unión pruebe ser indestructible frente al divisionismo de los políticos.