Editorial

El calabozo del yo

Siempre estamos atrapados en algún calabozo. No importa qué tan grande sea ni con cuántos compartamos los mismos barrotes. El planeta Tierra representa, hoy por hoy, los límites de nuestro calabozo; pero eso, la verdad, es un eufemismo, pues la mayoría no vamos más allá de la ciudad o del barrio donde vivimos: de las calles que efectivamente encierran nuestros pasos.

Las redes sociales nos dan una apariencia de amplitud; a veces, incluso, nos crean la ilusión de que desbordamos nuestro encierro y tenemos contacto con personas de otros países; pero siempre, insisto, cada interlocutor por muy distante que se encuentre es el límite que marca esa frontera de la que no salimos.

Y ojalá que nuestro calabozo sólo fuera espacial y temporal -no saldremos de la Tierra ni de este siglo-, pues también nos encierra nuestra profesión o nuestra actividad, nos condena a una visión sesgada del mundo que nos pone delante una pobre porción de lo que hay: el médico está en la misma caja de los enfermos y los fármacos girando siempre en torno de un lenguaje de tecnicismos, y al comerciante le pasa otro tanto: vive con sus clientes en un mundo de precios y de mercancías y entre productores, y pendiente de las ofertas de sus pares que podrían hundirlo. La patria del profesor termina donde acaba su salón de clases. Vive al pendiente de que cada miembro de ese pequeño país, sus alumnos, avance conforme lo convenido a sus planes de estudio. El soldado porta un arma y balas que también pueden matarlo a él. No importa si las tira al aire. Un día bajarán y lo encontrarán. Donde esté.

Calabozos dentro del calabozo general, mundillos cerrados amontonados en el mundo. Y luego, cada quien con sus ideas, sometido a un paradigma del bien y del mal, de lo correcto y lo incorrecto, de lo que me conviene a mí o me hace daño a mí, porque el más estrecho de los presidios es la celda donde se encuentra metido cada quien, pues, la verdad, es que cada uno vive encerrado en sí mismo y desde ahí mide todo, filtra todo, adjetiva desde ese personal punto de vista todo lo que pasa delante.

Y por si esta maraña de fronteras fuera poco, también están la ignorancia y el odio, la cerrazón a la que nos constriñen: en un caso, porque nada nutre la tosca cueva que uno habita y, en el otro, porque la furia lo atrinchera a uno y sin darse cuenta se elige el blanco y negro para mirar las cosas; ese blanco y negro que es la visión del odio.

Va cada cual en su mazmorra, en su cárcel portátil sintiéndose libre por no ser capaz más que de apreciar su propio punto de vista.

Sería tan fácil alargar la mano para saber que lo demás existe, cruzar la calle, conocer otras gentes, dejar de lado la obcecación, ese saber que vuelve círculo vicioso todo lo que uno ve, lo que uno toca; pero cada quien no puede ser más que el que es, y sólo el tiempo, el paso de los años, consiguen, y no siempre, dejarnos ver de otra manera: mudarnos, al menos, de un calabozo a otro.

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