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Editorial

La independencia de los ministros

“No hagas cosas buenas que parezcan malas”. Este mantra, que debería guiar la conducta de todo servidor público, adquiere máxima relevancia cuando un presidente elige a sus candidatos a ministros de la Suprema Corte.

Porque como lo establecieron la ONU, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, no basta con que la justicia sea independiente, también debe parecerlo.

Es decir, la legitimidad de la próxima ministra, pero también de la institución entera a la que va a llegar, depende de su apariencia de libertad y autonomía. Sin esta legitimidad de origen, es probable que cualquier decisión que tome en el futuro sea interpretada como señal de sumisión al Ejecutivo o su partido, incluso si se apega estrictamente a derecho.

Desafortunadamente, tales señales ya están aquí: la polarización y los cuestionamientos han caracterizado al actual proceso de designación de un nuevo ministro de la Corte en sustitución de Margarita Luna Ramos, como también fue el caso del que tuvo lugar en diciembre pasado y culminó con el nombramiento de Juan Luis González, quien reemplazó a José Ramón Cossío. Esta “falla de origen” tiene raíces profundas, pues algunos de los procesos de designación de ministros propuestos por Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto enfrentaron críticas similares.

Hoy se ha señalado que las tres candidatas propuestas por el titular del Ejecutivo tienen cercanía con él, sus consejeros y/o su facción política, condición que no garantiza la independencia judicial y representa un elevado riesgo de conflictos de intereses al momento de impartir justicia.

Cuando lo interrogaron sobre el tema, Andrés Manuel López Obrador defendió a su terna y, con toda razón, argumentó que no existe impedimento legal para que un miembro de un partido político pueda ocupar el cargo de ministro de la Corte.

Sin embargo, es importante recordar que Loretta Ortiz, quien forma parte de la actual terna, también había integrado la que propuso el presidente en diciembre. Y en aquella primera ocasión decidió renunciar a su militancia en Morena horas antes de comparecer ante la Comisión de Justicia del Senado, con el fin de “disipar cualquier duda” sobre la idoneidad de su candidatura. Esto demuestra que la candidata tenía conciencia plena de que pertenecer al partido político mayoritario no la hacía lucir bien.

En todo caso, la nominación de estas ternas ha sido posible porque los requisitos contemplados en la Constitución son relativamente sencillos de cumplir y las prohibiciones muy laxas.

Hoy el artículo 95 de nuestra Constitución dispone que, para ser elegido como ministro de la Corte, se necesita ser ciudadano mexicano, tener al menos 35 años, haber residido en el país durante los dos años anteriores al día de la designación, poseer título de licenciado en Derecho con antigüedad mínima de 10 años, gozar de buena reputación y no haber sido condenado a ciertos delitos ni haber ocupado ciertos puestos públicos durante el año previo al día del nombramiento.

Además, la ley identifica ciertos criterios de preferencia en la selección de los ministros: haber servido con eficiencia, capacidad y probidad en el caso de los candidatos que han trabajado en la impartición de justicia, y distinguirse por su honorabilidad, competencia y buenos antecedentes profesionales para los que provienen de otras áreas de la profesión jurídica.

Indudablemente, el universo de mexicanos que cumplen con estos requisitos es bastante amplio. No obstante, es importante recordar que dichos criterios no son más que un piso mínimo para un cargo que, dada su importancia, debería ser ocupado por los juristas más destacados del país.

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