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EDITORIAL

Empoderamiento de facto

En el tramo del empoderamiento, constitucional y de facto, que ha recorrido Andrés Manuel López Obrador luego de la elección de 2018, habría que analizar de una manera más fecunda a mi juicio qué es lo que se construye realmente en torno de la Cuatroté.

Un elemento muy valioso para desahogar esa tarea es ver de conjunto las decisiones que por escrito se han tomado, porque eso nos permitirá ver, más que los árboles, el bosque a plenitud. Dentro de ellas podríamos abarcar modificaciones constitucionales, diseño del Presupuesto General de Egresos, reformas a leyes para expedir nombramientos cuando aquellas ofrecen un obstáculo, como el caso de Paco Ignacio Taibo II, y ejemplos podrían engrosar esta lista para hacerla muy abultada.

Pero quizás ninguna más delicada que la que se inició con el decreto que precedió a la iniciativa para reformar la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria. Tenemos en presencia un decreto cuyo único propósito es subrayar quién manda y qué poder está por encima de los otros. El decreto, cuál duda cabe cuando se le ve con racionalidad, tiene una orientación ideológica y un listado de intenciones y de expresas decisiones de que el Presidente no está dispuesto a moverse del sitio en el que se encuentra desde hace varios lustros. El decreto no deja ver a un jefe de Gobierno y de Estado, sino a un líder político arrojado a la arena de las contradicciones; basta ver que el punto de partida es la crisis del neoliberalismo al que se refiere como “un demonio”, que dicho sea de paso no se puede ahuyentar con agua bendita.

Algunos dicen que el decreto era innecesario por la facultad que tiene el Presidente de iniciar modificaciones al Presupuesto actual, por una parte; y, por la otra, políticamente, si cuenta con una cómoda mayoría que pudiera ayudarlo en sus propósitos. Pero para López Obrador ese no es el camino, lo importante, en la construcción de una nueva hegemonía con ribetes de exclusión, es resaltar que todos los ejes de la vida nacional confluyen en su persona, en un Presidente que sin duda trata de superar en peso a todos los que le precedieron, y eso, por decirlo suavemente, es más que preocupante.

Entiendo que la elección de 2018 marcó un regreso a la Constitución, en contra de las agencias informales en las que se sustentaban las grandes decisiones para luego barnizarlas con la ley y así engañar, o pretender engañar, a todos. Debemos, a mi juicio, defender la Constitución, exigir que juegue el papel que le tiene reservado el Estado moderno. En este marco entiendo que la Constitución no tiene porqué ser una camisa de fuerza para modificar leyes secundarias en momentos de emergencia, precisamente porque nuestra Constitución también establece los mecanismos para cuando hay situaciones de crisis como la que vive el país en materia sanitaria, económica y social, porque golpeará a vastísimos sectores de la población, quizá como no lo hemos visto en mucho tiempo.

Nuestro código fundamental es claro: dispone que no hay, en materia de presupuestación, ninguna medida que se pueda tomar por encima de la representación; es una verdad archisabida. Por eso hay una norma que, sin dejar duda alguna, reserva como facultad exclusiva de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión el expedir anualmente un presupuesto de manera soberana y a propuesta del Ejecutivo. Torcer esta norma, facultando al Presidente para que modifique el destino de asignaciones y partidas, es tanto como permitir la concentración de dos poderes en una sola persona, dotándolo de facultades discrecionales proscritas por nuestra alta ley, como lo establece el artículo 49.

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