EDITORIAL

La oportunidad institucional

La destrucción de riqueza que va a vivir el mundo será de proporciones catastróficas, como las que cíclicamente ha vivido la humanidad desde que la civilización existe, ya sea por epidemias, como en este caso, por guerras o por crisis económica desatada por “la mano invisible”, bastante más caprichosa de lo que la economía clásica suponía cuando la consideraba esencialmente virtuosa.  

Los órdenes sociales han sido tanto resultado como causa de catástrofes. Las catástrofes de la naturaleza a las que se enfrentaba la humanidad prehistórica estuvieron a punto de extinguir en la cuna a nuestra joven especie, pero mal que bien los seres humanos fueron aprendiendo a lidiar con su entorno natural y a modificarlo para hacerlo cada vez más habitable. Sin embargo, esa domesticación de la naturaleza ha sido fuente de nuevas catástrofes: las epidemias, aunque de naturaleza biológica, han sido acentuadas por el hacinamiento propio de las civilizaciones.

La ilusión ilustrada de que los humanos podíamos controlar y domeñar a la naturaleza se ha mostrado una fantasía, en el largo plazo por la incertidumbre generada por el cambio climático y en el corto por la peste de nuestros días.  Los humanos solemos lidiar con la falta de certeza del entorno creando reglas, protocolos de actuación, maneras de hacer las cosas que tengan carácter general y obligatorio para una comunidad humana a la que se le imponen, con consecuencias distributivas sobre su producción. Pero esas reglas siempre se crean con base en experiencias pasadas, reflejan la fuerza relativa de quienes las crean en su favor y nunca anticipan de manera absoluta los problemas derivados de la complejidad de las interacciones humanas, en crecimiento exponencial en la medida en la que la población se expande y la globalización avanza. 

Las catástrofes, como momentos que trastocan abruptamente el statu quo, son cruciales para el cambio institucional y tienen consecuencias distributivas acusadas. Adam Prezeworsky, entre otros historiadores y politólogos contemporáneos, afirma que los momentos cruciales de distribución a lo largo de la historia se han dado precisamente como resultado de alguna gran catástrofe que reduce intempestivamente la riqueza. Es la destrucción de lo acumulado lo que lleva a un nuevo reparto, ya sea de manera abrupta o a través de ajustes graduales de las reglas del juego con consecuencias distributivas. 

Las catástrofes pueden llevar a renegociaciones contractuales en la política, que pueden llegar a ser relativamente eficientes en términos distributivos, siempre y cuando existan las elites políticas capaces de aprender las lecciones y pactar nuevas reglas para la formación de consensos, para la actuación y para la rendición de cuentas sobre las decisiones que se toman en nombre de la sociedad. Es de esperar que, ante las consecuencias de la crisis actual, tengan mejor capacidad de adaptación los órdenes sociales de acceso abierto, con procesos de toma de decisiones transparentes, que retroalimenten adecuadamente la información generada por la crisis, aunque en el corto plazo parezca que lidiaron más desordenadamente la respuesta. 

Esos estados están más blindados frente a los charlatanes que los llegan a encabezar. El payaso mayor de la política actual, Trump, se ha visto restringido, aunque ahora clame por el poder absoluto. No creo en la bola de cristal como instrumento de trabajo de la ciencia política, pero supongo razonablemente que en Estados Unidos lo que ocurrirá será un proceso de distribución de corte socialdemócrata, de significado parecido al del New Deal de los años treinta del siglo pasado o al acuerdo redistributivo provocado por el movimiento de los derechos civiles de las décadas de 1950 y 1960. Un retroceso del bloque conservador en beneficio del relevo generacional e ideológico, para lograr un orden menos inequitativo. 

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