La otra pandemia
¿Quién escucha cuando nos dicen que cada año más de 200 mil niños mueren de diarrea viral porque no tienen agua potable?, pregunta el filósofo Markus Gabriel, ¿por qué nadie se interesa por esos niños? Entre otras razones porque esos niños no mueren en Europa. Han fallecido 20 mil personas en el Primer Mundo por el coronavirus y no hay manera de desestimar el daño. El dolor que la repentina pérdida deja entre familia y amigos es inconmensurable. Y desde luego, no solo preocupa la magnitud de la tragedia sino el corolario, que podría culminar en millones de víctimas. Las grandes potencias están en su derecho de hacer todo lo posible a su alcance para intentar detener la pandemia.
Solo habría que estar conscientes de que la medicina que han decidido auto administrarse irradiará calamidades impredecibles para el resto del mundo. La decisión radical de los países europeos y ahora Estados Unidos de cerrar sus economías a cal y canto provocará una debacle económica de proporciones inéditas. Para esos países se traducirá en una depresión que les llevará un buen rato compensar.
Solo para poner las cosas en perspectiva: la diabetes mata a 1.6 millones de personas cada año, el cáncer en las vías respiratorias otros 1.7 millones y las enfermedades diarréicas 1.4 millones, según la Organización Mundial de la Salud (cifras de 2016). El año pasado murieron de gripe medio millón de personas.
La mitad de las muertes en el hemisferio sur, es decir decenas de millones de personas cada año, obedece a causas vinculadas a la pobreza (desnutrición, insalubridad, tuberculosis, enfermedades trasmisibles). En los países ricos este tipo de padecimientos solo causan 7 por ciento de las defunciones, señala el mismo reporte de la OMS. El parón en seco de la economía en las metrópolis será un tsunami que provocará devastadoras olas sobre la precaria situación de miles de millones de personas en el planeta. O como ha dicho el Primer Ministro paquistaní, si cerramos las ciudades los salvamos del coronavirus pero los matamos de hambre. O, en otras palabras, habría que cuidar que no termine matando a los que no infecte.
Los jefes de Estado de las potencias actuaron en función directa de sus intereses electorales, desesperados por ser percibidos como los más responsables de proteger de manera inmediata a sus ciudadanos. Lo más urgente era tomar decisiones, después se vería el impacto que estas decisiones tendrían para sus propios gobernados al mediano plazo. Pero lo más grave es que decidió, cada cual, apertrecharse en su propia casa. Nadie vio por el vecindario, ni siquiera dentro del barrio mismo de vecinos ricos, mucho menos contemplaron lo que sus decisiones terminarán provocando en África, Asia y América Latina.
El problema es que vivimos tiempos planetarios, no nacionales. El virus mismo es un fenómeno global y una frontera tras otra ha sido inservible para contenerlo. La miseria a la que puede condenarse a la otra mitad de la población, las hambrunas, las enfermedades, la inestabilidad política, las inevitables emigraciones y los campos de refugiados, no pasan por su mente, aunque pasarán por su porvenir. Los árabes y subsaharianos que hoy habitan los barrios bravos de París, Londres o Marsella son hijos del colonialismo. La violencia y la disolución social que aqueja a Europa abreva en lo que las metrópolis hicieron hace 200 años en las tierras que espoliaron. Y eso era antes de la globalización.
En las próximas semanas México tendrá que tomar decisiones claves. AMLO ha argumentado ante el G20 la necesidad de hacer algo que contemple también a los que menos tienen. Ojalá pueda ser entendido por los que más tienen, dentro y fuera de México.