Editorial

Amnesia colectiva

La modernidad inventó el pasado, lo produjo, al haber moldeado el paisaje del mundo con los instrumentos de la tecnología asentada en las investigaciones científicas para hacer del futuro la tierra prometida. El centro de gravedad fue dominar la velocidad, es decir controlar el tiempo, procesarlo y expandir un mundo material y cultural definido por esa máxima.

La representación del pasado atrapada en sus escenografías de continuo remplazo de los bienes materiales provocó la pérdida de la densidad de su nostalgia y la erosión misma del sentido de la experiencia (inició su paulatino desalojo, su relevo cibernético). La edad biológica (ancianidad) aumentada en esas condiciones acumuló inutilidad sociológica y en las ciudades acomodó y distribuyó en ghettos sus últimos pasajes. El tiempo biológico se convirtió cada vez más en una carga pesada para la economía del instante. La memoria destazada en enfermedades y el aislamiento de la naturaleza distribuyó micro campos de concentración amurallados de soledad y una enmascarada sensiblería. La edad como compleja experiencia de vida se agotó en el mito de la eterna juventud, cuyos orígenes impregnados en el celuloide, se multiplicó en la era digital.

La relación con la naturaleza se modificó sustancialmente y su apropiación fue una elección civilizatoria que ha derivado en nuestro presente. El pasado quedó sometido a su exterioridad. Su espacio, su lugar, se anularon, se perdió ese vínculo que da sustancia al nombre. Su registro en el mejor de los casos quedó entre la intuición y la imaginación, la tradición se vació, un abismo convirtió nuestra civilización en una isla.

La apuesta por el futuro como dominio que es también el oasis en la orfandad de la fugacidad, asumió el territorio de la historia, y la despojó de su esencialidad. La neblina densa de la información se apropió de los horizontes posibles. Nos alejamos de la tierra y nos involucramos con el universo, alcanzar lo inalcanzable en los vastos cielos y descubrir la inmensidad y sus esféricos diseños, sus turbulencias; las espigas de las galaxias incendiadas ante un tiempo cuyas ventanas se remplazan en el código del infinito y trastocan un presente que se pretende continuo.

La trascendencia se convirtió en un experimento cuyos resultados son múltiples, y se anidaron en la realidad virtual que sustituyó todas las literaturas antiguas sobre la eternidad, está dejo de ser una presencia anclada en el misterio para convertirse en una narrativa (de muchas) en la virtualidad que se apropió de la imagen, de la representación, e incluso se asumió como el ámbito de resurrección.

Los cambios profundos en la psique cultural no tienen tiempo alguno de adaptación y entendimiento, se convierten en ajustes individuales y colectivos que precipitan y enseñan esa sensación no solo de agotamiento emocional sino de fatalidad instrumental, aparecemos convertidos en marionetas, ya no de los dioses sino de la vorágine tecnológica que se apropió de los territorios más sutiles y sublimes de nuestro quehacer.

En estas condiciones los relatos de la política (carentes de ritmo) y sus propios contenidos (fracturados) se están vaciando por completo, y los liderazgos aparecen más cercanos a la experiencia del ventrílocuo, quien agita su conducta y carácter intentando perdurar en el vértigo que lo rodea desde el amanecer hasta el anochecer. De ahí que los egos se disparen buscando una presencia donde ya solo queda el destierro.

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