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Editorial

Regreso al punto 0

La semana pasada se publicó un borrador de la iniciativa al Código Penal Único que, si bien no se discutió, su mera existencia es por demás aberrante pues busca regresar al lugar en el que quién osaba expresarse en contra del poderoso sabía de facto que podría ir a la cárcel. La piel de nuestros políticos es tan delgada, que a pesar de que en el discurso se reconozca la pluralidad y la diversidad de opinión que amerita una democracia, la realidad es que hasta ahora todos han demostrado, sea del partido que fueren, que en sus venas esta el dejo autoritario del priismo que corta lenguas y espera alineación sin cuestionamientos.

Así, la solución para la crítica, para el escrutinio o para el disenso es el miedo que provoca una posible privación de la libertad ¿quién se animaría a investigar algo sobre algún poderoso si sabe que pasará por lo que hasta hoy ha pasado una periodista como Lydia Cacho que ha luchado 15 años por la justicia?

Al inicio del 2019, tras una resolución del Comité de Derechos Humanos de la ONU, el Gobierno de México pidió cinco veces perdón a la periodista Lydia Cacho por haber utilizado el aparato del Estado a través del delito de difamación para incriminarla, detenerla y, después, torturarla. En el mismo acto, el Gobierno se comprometió con las y los periodistas de México para no fungir como un censor y garantizar que, lo que le pasó a Lydia, no se repetiría con nadie más.

En la resolución, el comité recomienda como una de las medidas de no repetición para el Estado Mexicano, derogar todos aquellos tipos penales que criminalizan de una u otra forma la expresión, tomando en cuenta que todavía existen diversos estados de la República que tipifican los llamados “delitos contra el honor”. Esto es porque los poderosos abusan de las leyes penales que protegen la reputación para limitar la crítica y coartar el debate público. Finalmente, la amenaza de sanciones penales severas, concretamente el encarcelamiento, ejerce un profundo poder de disuasión sobre la libertad de expresión.

A nivel federal, estos delitos fueron derogados en 2007, tras una serie de recomendaciones internacionales y de una intensa actividad de incidencia de periodistas y sociedad civil. Por supuesto, la derogación de los llamados delitos contra el honor, no significó que los funcionarios públicos tuvieran mayor tolerancia al escrutinio público. Lo hemos visto a través de las diversas demandas de daño moral que diversos personajes poderosos han iniciado contra periodistas -el caso más reciente es el de Ricardo Salinas Pliego contra la Revista Proceso- pero en el sexenio de Enrique Peña Nieto, las demandas de daño moral se dispararon 800 por ciento . Es decir, no estamos a salvo pero sí estamos en otro momento de la discusión, buscando encontrar mecanismos que permitan atacar aquellas demandas civiles que intencionalmente buscan inhibir el debate público.

No obstante, la posible aprobación de una ley como esta pone en juego nuestra capacidad de seguir participando en el espacio cívico. Casos como el Leonardo García, un ciudadano activista que fue sujeto a proceso por el delito de difamación tras exhibir un posible conflicto de interés entre funcionarios del Gobierno del Estado de Hidalgo y accionistas de una constructora debido a la mala construcción de fraccionamientos, podrían ser el pan de cada día en nuestra sociedad.

El problema de un nuevo Gobierno es que, a veces, imagina que el mundo empezó con los nuevos funcionarios y que también terminará con ellos. La megalomanía de algunos es tanta, que se olvidan de la historia, del camino que les permitió llegar a donde están.

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