Editorial

El problema de los símbolos

No es problema que el hijo menor del Presidente sea inscrito en una de las escuelas más caras del país. Desde hace tiempo se han escuchado historias de lo que significaba tener al hijo de un Presidente compartiendo las aulas de ciertas instituciones. Eran historias llenas de sorpresa y de terror: se hablaba de guaruras, de francotiradores en los techos; de un constante desprecio del estudiante de marras hacia sus profesores, sabedor del poder que encarnaba. Hoy que buena parte de esas historias caen más dentro de los terrenos de lo mítico.

El asunto es que los hijos de los Presidentes que están en edad escolar, deben continuar estudiando. Y es lógico que los inscriban en las escuelas que sus padres consideran las mejores. Sobre todo, partiendo de la base de que, aún con austeridad republicana, sus sueldos les alcanzan sobradamente para que estudien donde ellos quieran. Si el Presidente y su esposa se quieren gastar un alto porcentaje de sus ingresos en la educación de su vástago, apenas parece normal.

El problema viene de otro lado. Este gobierno ha intentado gobernar a partir de símbolos: el coche blanco, los vuelos en líneas aéreas comerciales, la reducción de salarios, la presunta abolición de privilegios y otros más trascendentes: consultas y plebiscitos a modo para intentar convencernos de que el pueblo es quien manda. Los símbolos funcionan en tanto representan cosas pero no en términos de eficiencia fáctica. De poco sirve la probidad de los funcionarios si no tienen las capacidades específicas que requiere su encargo.

Si bien actualmente los símbolos representan un capital político importante para la causa del presidente López Obrador, se corre el riesgo de que con el paso del tiempo, los hechos y las malas decisiones devalúen la importancia simbólica que posee. Nadie pone en duda la legitimidad de su llegada al poder, pero sí son criticables algunos dislates en su actuar, en sus decisiones, en sus propuestas, pero sobre todo, entre sus colaboradores.

Pese a lo anterior, se sigue gobernando desde el plano de lo simbólico, esperando que una pequeña acción concreta represente mucho más que una reforma grande. Es en este campo, en el de lo simbólico, donde choca la idea del colegio costoso. A todos quedaba claro (para bien o para mal; más para mal) que los Presidentes anteriores tenían solvencia económica suficiente para gastar a manos llenas. Así que no era raro ser testigos de los derroches familiares. Ahora, se nos ha querido convencer de que las cosas son diferentes. ¿Entonces? Entonces resulta chocante la ruptura del símbolo.

Se prefiere, sobra decirlo, que el hijo menor del Presidente estudie en la escuela más cara de México o del mundo si, a cambio, se van dejando de lado los símbolos y se va actuando más sobre los hechos. Porque conforme pasen los meses, serán hechos los que exija la población, y no más símbolos. Mientras eso no suceda, mientras sigan tomándose decisiones que extienden el manto de impunidad que ahoga al país, seguirá pareciéndome chocante una acción concreta que traiciona el discurso simbólico donde nos encontramos.

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