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Demagogia

Se suele decir que el Gobierno de López Obrador es una de las expresiones del populismo ascendente en nuestro tiempo. Sin embargo, el término populista se ha convertido en un saco donde cabe de todo, con tal de que exista un líder que se pretende encarnación de la voluntad general sin intermediaciones. Creo que, para ser eficaz, el término populismo requiere precisiones y acotamientos y que la clasificación de lo que el actual Presidente pretende construir entre las ruinas de sus demoliciones sin ton ni son exige mayor perspectiva y elaboración. No estoy seguro de que las categorías existentes en la ciencia política clásica sirvan para describir el fenómeno que estamos enfrentando. El proyecto de López Obrador es iliberal, sin duda, pero no creo que quepa tal cual en clasificaciones como estalinista o fascista, para citar dos calificativos que se le han llegado a endilgar, incluso por parte de analistas tan inteligentes como Mauricio Merino.

El proyecto de López Obrador es difícil de definir porque sus contornos precisos solo están en su propia cabeza. A pesar de los panfletos de los que se dice autor, no ha producido un cuerpo de doctrina bien articulado que lo delimite. El proyecto lo van delineando sus intuiciones y sus ocurrencias; su arrastre radica precisamente en su falta de concreción, por lo que pueden sentirse identificados con él lo mismo los evangélicos que antiguos izquierdistas anticlericales. Todos caben bajo el manto del líder redentor y es su ambigüedad lo que le otorga la amplitud que ha convencido lo mismo a unos que a otros.

Así, deberíamos refinar las herramientas analíticas para comprender a cabalidad lo que significa el lopezobradorismo y esa comprensión es indispensable para elaborar los antídotos que nos permitan frenar las secuelas malignas de su irrupción. Su carácter destructivo es ya evidente, pero su impacto puede ser aún mayor si no somos capaces de hacerle frente atacando las causas profundas de las que se ha nutrido. Si no reconocemos las razones y sin razones del rencor que ha arraigado en la sociedad mexicana a través de los siglos y que hoy medra en la desigualdad y la pobreza, no será posible contener la desgarradura social de la que saca López Obrador su fuerza.

De lo que no me queda duda alguna es que López Obrador es un claro representante de esa forma corrupta o degenerada de la democracia que es la demagogia. El Presidente no apela a la razón para convencer de sus actos. Por el contario, constantemente apela a los prejuicios, las emociones, los temores y las esperanzas que anidan en buena parte de la sociedad mexicana y que él conoce como nadie. Como bien señaló Luis Antonio Espino en un estupendo artículo publicado la semana pasada en el Washington Post, sus homilías cotidianas no tienen como objeto informar, sino desinformar, sembrar insidias y hacer propaganda. Durante toda su campaña, López Obrador repitió un mantra: no robar, no mentir y no traicionar al pueblo. Empero, se ha dedicado a mentir a sabiendas y sus traiciones comenzaron desde antes de su toma de posesión, cuando intensificó la escalada de militarización que había prometido frenar en seco.

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