“Cuando el río se llevó al pueblo” – Serapio

Jorge Luis Reyes López

Los garabatos, esos matorrales espinudos que a veces alcanzaban más de dos metros, ya no se veían. Aquí y allá, sobresalían de entre el lodazal algunas puntas de espina. Chanillo caminaba despacio, pisando el lodo como si fuera un atolillo. No había transcurrido una semana de aquel aguacero que devoró al caserío. La gente andaba aturdida, buscando a familiares desaparecidos. Otros buscaban animales de sus propiedades. Unos más miraban en todas las direcciones, con la esperanza de encontrar algo útil.

Él estaba alejado del río. El terreno era un parejo amplio. Pocas casas se encontraban alejadas del pueblo, en las colinas. Chanillo recuerda que la lluvia empezó una tarde, siguió sin parar toda la noche. Al amanecer, desde la parte alta, se veía la tumbería del río ensanchándose hacia las casas. Tal vez esta desgracia fue por el año de 1952. Hace tantos años. Chanillo, el chiquillo, hoy tiene más de ochenta años. A la distancia, algunos recuerdos son borrosos.

—¡Estoy viejo, Lapo! Sordo y cuarrango. ¡El corazón ya me dio un susto! —Hombre, hombre —murmura Serapio, rascándose la oreja.

Chanillo retoma el hilo del relato:

—Yo era un muchachillo cuando ocurrió tal desgracia. Éramos muy inocentes. Un primo y yo bajamos a buscar cosas, esas que arronza el agua. Encontré una marqueta de queso. Me puse feliz porque, dentro de lo que cabe, llevaría algo de comida a la casa. Seguí hurgando. Divisé una bolsa verde con muchas bolitas amarillas. Brillantes, chiquitas. Le grité al primo —por cierto, mayor que yo— para que viera mi hallazgo:

—¡Mira, mira! —señalé la bolsa—. ¡Oro, es oro!

—¡Somos ricos, Chanillo! —gritó mi primo.

Abandoné la marqueta de queso y salí corriendo a ver a mi tía. Llegando, le mostré el oro. Una mirada a la bolsa bastó para decirnos:

—¡Cómo serán tarugos! ¿Quién les dijo que es oro? ¡Son los adornos que le ponen a la Virgen!

—¿Tú crees, Lapo? ¡Dejé el queso por esas baratijas! Desde entonces aprendí a ser cauto, y a poder valorar lo importante de la vida.

En la parte de abajo vivían los ricos del pueblo. Los jodidos, como mi familia, vivíamos en lo alto. Quién quite y ésa haya sido la razón por la que nos salvamos de la inundación. Faltó poquito para que nos llegara el agua. Después de tantos años de aquella cosa, nuestra casa quedó en el meritito centro del nuevo pueblo. Toma en cuenta lo que te estoy platicando, Lapo.

Allá abajo, donde estaba el pueblo, vivía Anselmo Chávez, padre de Elfega. Tenía un caserón. Muy cerca había un badén, así que mandó construir un muro de piedra profundo. Sobresalía casi dos metros del nivel del suelo. Encima del muro levantaron una barda de tabique. ¿Qué te cuento, amigo? Con la acometida del río al desbordarse, esa barda fue la primera que cayó. Yo estaba bajo la lluvia, afuera de mi casa. Vi cómo el río se metía al pueblo.

—¡Apá, apá, ven a ver! —le grité—. ¡El río se desbordó, ya entró al pueblo!

—¡Estás loco! —me respondió.

¡Era una cosa desmedida, Lapo! Fue un momento así —chasquea los dedos de la mano izquierda, usándolos como recurso mímico para expresar instantes.

Pillo y Tsyde Torres amanecieron sin casa. Lo mismo le sucedió a Lucas Plascencia. Mundo Bello y Chica Corona compartieron el mismo destino. Pura gente de dinero. Eran familias muy mentadas: Simón Rodríguez, Chucho Gómez, Alfonso Martínez, Otilio Gómez… Pa’ qué te cuento, Lapo. San Jerónimo desapareció. Desde entonces, el pueblo está donde se conoce actualmente.

Esos terrenos eran feos. Llenos de jarilla, de crucetillos, cascarones. Por todos lados encontrabas lagunas. Siendo nosotros tan pobres, nos cuidábamos de no traer el juste de lado.

Refugio “Puyo” Reséndiz era marido de Guadalupe Romero. Tenía una huertita. Cuando se dio cuenta del tamaño de la amenaza de la lluvia, se le ocurrió ir a rescatar un par de bueyes, calculando regresar antes de que llegara una crecida grande. Se equivocó en sus asegunes. Los bramidos de los bueyes se fundieron con los rugidos del agua arrastrando todo a su paso. Al tercer día los bueyes aparecieron solos. De Puyo, nada se sabía. Su mujer, dándolo por muerto, lo lloraba. Cuando las aguas bajaron, Puyo se dejó ver vivo.

Toño Cortés, ese día de la inundación, también quiso rescatar a un becerro de dos años. Ya lo venía jalando cuando oleadas sucesivas de tumbería les cayeron encima, en la garganta del río. Alcanzó a amarrar al animal a la rama de un ahuijote, y él se encaramó en el árbol. Como pudo capeó la amenaza, subiendo por el tronco cada vez que el nivel del agua se acercaba. Su becerro murió ahogado al no poder nadar cuando la rama quedó bajo el nivel del agua.

Despuestito, Felicitas Arciniega y Artemio —“Temo el dulcero”, como lo conocían en el pueblo— pasaron jineteando la tumbería hasta topar con una camuchina. Sabían que no tenían otra oportunidad. Se abrazaron de las ramas, protegiéndose del golpe de las aguas del río, mientras se arrastraban como iguanas, buscando alejarse de las acometidas furiosas de las aguas lodosas totalmente descarriladas. Su pobre seguridad se comprometía con las estrujantes sacudidas de la camuchina, cada vez que troncos o árboles completos —que la despiadada naturaleza había arrancado— se les venían encima.

Después que todo pasó, la tierra que se tragó a San Jerónimo se convirtió en tierra fértil, tierra de humedad. Lo mismo pasó con los terrenos de La Chole. Por más de cinco años fueron humedales.

—¡Ya estoy viejo, Lapo! Para nada sirvo.

El abuelo ve a un hombre macizo, de piel tostada y vientre plano, con una memoria brillante. Es la melancolía, piensa Lapo. Desde que enviudó, la soledad le abraza la vida. Platicar le ayuda. Vendrán más charlas con Chano. Chanillo, como le decían de niño.

About Author

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Salir de la versión móvil