Dolia Estévez
Todos los gobiernos, pero especialmente este, pecan de adanismo: presumir de que es la primera vez que se hace algo. No es la “primera vez” que el Gobierno de Estados Unidos se compromete retóricamente a reducir la drogadicción en su país y el flujo de armas de fuego a México, como alega la 4T. Lo mismo prometió hace 25 años cuando se creó el Grupo de Contacto de Alto Nivel para el Control de Drogas entre México y Estados Unidos (GCAN), esquema que hoy revive, con sus bemoles, el nuevo Entendimiento Bicentenario dado a conocer a inicios de mes.
Lanzado en marzo de 1997 en la capital mexicana, en presencia de secretarios Estado de Zedillo y Clinton, el GCAN partió de la premisa de “responsabilidad compartida” y puso en el centro del debate la reducción del flujo de armas ilegales y el consumo de drogas, tal y como hoy lo hace el reciclado Bicentenario.
Los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu, en 1994, y del Cardenal Posadas, un año antes, con armas traficadas de Estados Unidos, impartieron un sentido de urgencia al tema del tráfico ilegal de armamento, que ha sido un irritante permanente en la relación bilateral.
México intensificó la retórica en foros internacionales y sus diplomáticos el cabildeo en el Capitolio. Pero la legítima demanda mexicana se estrelló contra la misma realidad que hoy existe para cambiar el status quo: las permisivas leyes de acceso a las armas. En defensa de esas leyes se yergue uno de los lobbies más poderosos, la Asociación Nacional del Rifle (NRA).
Con base en una interpretación fanática de la Segunda Enmienda, que protege el derecho a poseer armas de fuego, la NRA invierte miles de millones de dólares en campañas publicitarias y de desprestigio contra todo aquel que se atreva a promover el endurecimiento de las leyes sobre armamento.
En las décadas transcurridas desde el GCAN, el tráfico ilegal de armamento a México y la drogadicción en Estados Unidos sólo han empeorado. Más y más poderosas armas y explosivos ingresan diariamente a México sin ser decomisados.
De manera paralela, las muertes por drogas sintéticas como el fentanilo, opioide analgésico hasta 100 veces más potente que la morfina, alcanzan niveles no vistos. En las últimas dos décadas, 841 mil personas han muerto por sobredosis. Más del 70 por ciento de las 50 mil muertes registradas en 2019 fueron por opioides.
Lo mismo se puede decir de la violencia con armas de fuego. En 2020, año de la pandemia, perdieron la vida 20 mil personas en tiroteos y 24 mil más se suicidaron. Números récord. Las estadísticas de los primeros nueve meses de 2021 indican que este año puede ser peor. Las armas de fuego son usadas en 75 por ciento de los homicidios y en 51 por ciento de los suicidios.
Estados Unidos es el único país avanzado donde hay más pistolas que población, 393 millones de armas contra 327 millones de habitantes. La sed armamentista es cada vez más insaciable. Hoy el ciudadano común puede comprar armas altamente destructivas como fusiles de francotirador calibre 50.
El apabullante poder de fuego de los cárteles Jalisco Nueva Generación y Sinaloa es testimonio del rotundo fracaso de las políticas de ambos gobiernos para controlar el tráfico ilegal de armas.
Priorizar el combate al tráfico de armas es más una medida táctica para equilibrar las presiones de Washington sobre cárteles y extradiciones que una estrategia con posibilidades de éxito. Los éxitos de las últimas décadas, si se le puede llamar así, se han dado en los ámbitos de gestión y de la diplomacia.
El Buró de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF), cuyos agentes federales operan en la Ciudad de México desde 1992, abrió oficinas en nueve puntos de la República mexicana para reforzar el rastreo de cientos de miles de armas decomisadas. Esto, sin embargo, no ha resultado en acusaciones penales o detenciones significativas de traficantes e intermediarios en Estados Unidos.
Clinton firmó la Convención Interamericana contra la Fabricación y el Tráfico Ilícito de Armas de Fuego, propuesta por México en la Organización de Estados Americanos, pero no ha sido ratificada por el Senado debido a la oposición republicana. Y la Organización de Naciones Unidos aprobó el Protocolo de Armas de Fuego que, nuevamente, Washington firmó, pero el Senado no ratificó.
Medidas simbólicas que no han tenido ningún impacto práctico en los escenarios de violencia; 2.5 millones de armas cruzaron ilegalmente la frontera con México en la última década. Hoy México es más violento y peligroso que hace 25 años. La correlación entre el aumento del contrabando de armas y el alza de homicidios es un hecho probado.
La indignación por las masacres en la primaria Sandy Hook en Connecticut en 2012 y la preparatoria Stoneman Douglas en Florida en 2018, en las que perdieron la vida decenas de niños y adolescentes, no produjo el cambio en la legislación de armas que muchos impulsaron. Todo sigue igual.
Biden exhortó en marzo pasado a reimponer la prohibición de los rifles de asalto. El fin de la prohibición en la venta de ese tipo de armas en 2004 fue el detonado que saturó a México de AK-47 y AR-15. También pidió al Congreso de su país adoptar medidas más estrictas sobre el control de armas tras otro tiroteo mortal, esta vez en un supermercado de Colorado, pero sus exhortaciones no tienen eco por falta de consenso político.
El tema de las armas es una batalla perdida en tanto prevalezca el nudo gordiano de poderosos intereses creados que pelean todo y cualquier cambio. Los esfuerzos bilaterales de las últimas décadas son un caso en el que las leyes internas y la idiosincrasia de un país operan en dirección opuesta a ciertos enunciados de su política exterior. Paradójicamente, el obstáculo número uno para poder reducir el flujo de armas a México está intrínseco en el marco legal y en la cultura estadounidenses.