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AMLO y el estilo personal de gobernar

Jorge Zepeda Patterson

Nadie puede reprochar al Presidente Andrés Manuel López Obrador que no esté haciendo el mayor esfuerzo. El ritmo vertiginoso, el horario sacrificado y las semanas sin respiro habrían podido fundir a una persona más joven. Giras incesantes en aviones comerciales y circunstancias fatigosas, largos recorridos por carreteras de todo tipo, un sin número de asuntos que dependen de su intervención personal (porque así lo ha querido). Y pese a la tragedia de la pandemia y la inesperada y devastadora crisis económica, el Presidente parece incombustible en su determinación y optimismo.

Imbuido en sus convicciones, AMLO está intentándolo todo sin ahorrar esfuerzo o energía. Pero si queremos ser honestos, habría que preguntarnos si lo que está haciendo es lo más conveniente para llevar a buen puerto sus propios objetivos. Si su propósito es que su Gobierno sea un antes y un después en beneficio de los más necesitados, habría que valorar todo este esfuerzo no solo en términos de sus intenciones, que son loables, sino en función de sus resultados, que es lo que verdaderamente importa.

Supongo que en más de una ocasión el propio Presidente se habrá planteado esta cuestión. Quizá por ello este jueves, en su discurso para celebrar el tercer aniversario de su victoria, dijo lo siguiente:

“Posiblemente haya quienes imaginaron que sería de otra forma o que han llegado a la conclusión, en ejercicio de su libertad y de su criterio, que no comparten mis ideas y que no les gusta mi estilo de Gobierno, mi estilo de gobernar; pero nadie, en honor a la verdad, podrá decir que no he cumplido con mi compromiso de desterrar la corrupción y destinar mi imaginación, experiencia y trabajo en beneficio del pueblo y de la nación”.

Totalmente de acuerdo. Pero también se vale revisar si este estilo de Gobierno es el más eficaz de cara a los grandes objetivos sociales que se ha planteado. Más aún, habría que asegurarse de que no esté en contradicción con sus propias convicciones.

Para los que estamos convencidos de que el país necesita un cambio en beneficio de los sectores populares y que la llegada a Palacio Nacional de un hombre dispuesto a intentar ese cambio es poco menos que un milagro en una sociedad tan desigual como la nuestra, resulta difícil conformarse con un balance que remite simplemente a las buenas intenciones. Una especie de “se intentó sin desmayo, pero no se pudo”. Desde luego se aplaudirá el esfuerzo y se reconocerá la entereza, pero se lamentará el desperdicio de esta oportunidad histórica.

En particular me parece que la estrategia de polarización a la que se entregó el mandatario debilita enormemente los objetivos a los que se debe. Quizá a eso se refiere con su alusión a los que no gustan de su estilo de Gobierno, un estilo que, si bien tiene sus virtudes, también se ha caracterizado por la rijosidad en contra de aquellos que considera adversarios. Argumentar que este ha sido un país polarizado desde hace siglos y que AMLO no hace sino expresarlo, es absurdo al menos por dos razones: primero, porque acentuarlo un día tras otro y proveerlo de combustible no hace sino profundizar las diferencias lo cual exacerba esa polarización. Una cosa es que exista, y otra que el Presidente lo profundice. La misma actitud que da por bueno el argumento de que tirar basura en la banqueta se vale porque de cualquier manera ya está sucia. Y segundo, porque el líder de la nación está obligado a construir puentes y convocar a los ciudadanos y actores sociales y económicos a sumarse, por encima de las diferencias, a resolver los grandes problemas nacionales.

“A mí me gusta que sea peleonero, que les diga sus verdades a los explotadores y corruptos de siempre”, he escuchado en algunas tertulias de la radio. Sin embargo, me parece que eso equivale simplemente a ceder al impulso inmediato, a sacarse la irritación de cualquier manera. A mí lo que me gustaría es que mantuviese bajo control al personaje cargado de reproches y permitiera aflorar al estadista de largo aliento de su discurso del día de la victoria o de la toma de posesión.

Y tampoco es cierto que el Presidente esté obligado moralmente a denunciar a los que hicieron tanto daño, porque en realidad no lo está haciendo. Con razón o sin ella sataniza a periódicos y periodistas todos los días, pero no son tocados ni con el pétalo de una rosa Televisa o TV Azteca, los grandes cómplices que hicieron posible al viejo sistema, que manipularon la información en defensa de las élites y en contra de las causas populares durante décadas. Los más grandes barones del dinero, los que forman parte de la lista de Forbes, los verdaderos beneficiarios de la desigualdad y en gran medida reproductores de ella, forman parte de su consejo empresarial de asesores. Así que no, el Presidente no lo hace porque haya una deuda histórica o un deber moral de denunciar a los que llevaron al pueblo a esta situación. Porque si lo hiciera serían otros a los que estaría fustigando en las Mañaneras, o por lo menos no solo a estos, que ni siquiera son los más importantes.

Si de deber moral se trata, el Presidente tendría que documentar pruebas y llevar a tribunales a los saqueadores y responsables de los males del país. Pero en nada ayuda este pleito interminable cargado de acusaciones y reproches. Así que no, no hay razones éticas o de conciencia que justifiquen alimentar esta polarización; está claro que el pecho de un estadista sí debe ser bodega cuando está de por medio el beneficio de la nación. Así lo hizo con Trump, cuando tendría que haber hecho un reclamo severo a nombre de los mexicanos pero prefirió evitarlo en interés del país.

Ciertamente un discurso cargado de acusaciones sumarias le otorga al Presidente el apoyo popular y el aplauso fácil de la tribuna pero, más allá de ofrecer un desahogo emotivo a las mayorías, en la práctica produce muy poco para cambiar sus condiciones de vida. Se necesitan empleos atractivos y bien pagados y esos solo pueden surgir de nuevas formas de relación entre el capital y el trabajo, y enormes dosis de inversión. Ninguna de esas dos cosas podrán conseguirse con un ambiente de confrontación.

“Ya no me pertenezco, me debo al pueblo”, ha dicho López Obrador reiteradamente. Si en verdad lo cree, tendría que pensar que su estilo personal de gobernar no debería ser aquél que le acomoda a su talante, sino aquél que mejor responda a las necesidades de producir mejores condiciones de vida y estas van más allá del desahogo y el reclamo. Queda medio sexenio para aún intentarlo.

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