Handbalistas de Atoyac hacen buen papel en justa de Conade

CHILPANCINGO. Con un tercer lugar en la categoría de cadetes, más dos segundos lugares en juvenil y mayor con estos logros regresaron a casa handbalistas integrantes de la liga de balón mano Atoyac. 

Pues los jugadores dirigidos por Jesús Eduardo Torres Vargas compitieron este pasado fin de semana los días: viernes y sábado en los juegos nacionales CONADE 2020 cotejos celebrados en la Unidad Deportiva de la Universidad Autónoma de Guerrero UAGRO sede de la primera edición de estos juegos . 

Los jugadores se enfrentaron ante sus respectivos contendientes  categorías logrando realizar un importante papel. 

Mientras tanto esta experiencia competitiva fue un gran éxito ya que es un paso más para seguir trabajando con más esfuerzos en esta disciplina deportiva alterna a las masivas, apuntó 

Jorge Reynada Galeana. 

Editorial

Moralizar o gobernar

Desde que el inefable Gonzalo N. Santos grabara en letras de oro en la cultura política nacional aquello de que “en política moral es un árbol que da moras” el deterioro de la vida pública fue in crescendo. Por supuesto no fue culpa del político potosino, él simplemente sintetizó magistralmente el pensamiento de la época. Salvo los abiertamente cínicos (la mayoría de los políticos son veladamente cínicos) nadie puede estar en desacuerdo con el planteamiento del Presidente de moralizar la vida pública del país, el problema es qué entendemos por ello.

En su propia concepción, López Obrador considera que el deber el Presidente es que los mexicanos seamos buenos, tengamos valores y bienestar material y espiritual. Suena bonito, quizá demasiado a cura desde mi punto de vista, pero otra vez, imposible no estar de acuerdo. Sin embargo, la pregunta es cuál es el papel del Estado y particularmente del jefe de Estado en este tema.

En un país laico y con libertad de creencia la única referencia que puede tener el Estado cuando habla de moralizar la vida púbica es el cumplimiento de la ley. Ese es el gran reto y la vara con la que debemos medir al Presidente. La tentación de los gobernantes de incidir desde el poder en la vida privada de los ciudadanos convirtiendo en políticas públicas normas morales o creencias termina irremediablemente en la confusión de roles entre el Presidente y el líder, el jefe de Estado y el patriarca.

López Obrador aspira, con todo derecho, a pasar a la historia como un gran Presidente, como el hombre que cambió los destinos de un país en quiebra moral y rompió con la tendencia al deterioro de la vida pública. Pero eso no se logra con sermones ni apapachos (que, dicho sea de paso, su cercanía con la gente es quizá el rasgo más importante de su estilo personal de gobernar) sino con políticas púbicas bien pensadas, basadas en evidencia y construidas con inteligencia. El voluntarismo, la improvisación y la moralización de los temas públicos que divide al país en buenos y malos, conmigo y contra mí, están poniendo contra las cuerdas al gobierno de la autodenominada Cuarta Transformación. A falta de oposición el gobierno vive crisis autoinfligidas, producto de decisiones apresuradas y mal ejecutadas particularmente en materia de salud y seguridad.

Durante algún tiempo pensé que teníamos un Presidente que en realidad quería ser director de Pemex, luego pensé que no, que su verdadera vocación era la de cardenal primado o la de líder evangélico. Pero tampoco, el problema es que no le basta ser Presidente de la república, quiere ser el pastor, el juez, el Tata, el guía moral. Mientras tanto, tristemente, el gobierno se le va de las manos y el cumplimiento de la ley como postulado moral postergado para mejores tiempos.

¿Es ésta la Universidad de la Nación?

La actual administración de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) ha desarrollado una intensa campaña en la que la institución es presentada como la Universidad de la Nación. La frase es brillante porque refleja tanto la opinión que los universitarios tienen de sí mismos, como la forma en la que les gustaría ser percibidos. Sin embargo, bajo la insistente campaña, se ocultan contradicciones que corresponden al ámbito universitario y no deben ser endosadas al país.

Una de estas contradicciones la representa la forma en la que han abordado las demandas del movimiento feminista en la UNAM; el proceso en sus inicios y en su desarrollo ha permitido a la opinión pública observar cuál es el significado de la autonomía para los actores del conflicto universitario. Para éstos, autonomía y cumplimiento de su propia legislación no están vinculadas porque la entienden a la manera de la sociedad feudal, como un privilegio de carácter colectivo que les permite, en primer lugar, disfrutar de leyes particulares, y en segundo, cumplirlas o no a su arbitrio. Esta manera de entender la autonomía es resultado de la confusión que existe entre aquellos que no conocen la historia ni el significado de la autonomía.

La autonomía no se entiende sin el privilegio. Éste es propio de las sociedades jerárquicas, antidemocráticas, organizadas para preservar la desigualdad. Por esta razón las revoluciones del mundo moderno tienen como rasgo común su lucha contra los privilegios, porque éstos se oponen a la igualdad.

En sus distintas etapas la Universidad ha portado diferentes apellidos, Real, Nacional, y a partir de 1933, Autónoma; pero sin importar el nombre, su función ha sido la de preparar los cuadros al servicio de un proyecto de organización social; en el caso de la Colonia, de organización jerárquica, y en el caso de la etapa posterior a la Revolución Mexicana, de organización horizontal, democrática, lo cual significa que la Universidad cumple una función política porque su vocación desde su inicio es la de servicio público. La idea de que es una institución apolítica, neutral, es resultado de una lectura mal intencionada que pretende, por una parte, desnaturalizar la función para la que fue creada, y por la otra, plantear en términos de conflicto la relación su relación con el Estado.

Los hechos ocurridos entre noviembre del año pasado y el día de hoy han servido a la opinión pública y a las nuevas generaciones de universitarios, observar lo que hoy parte de su comunidad entiende por autonomía, es decir, la forma en la que las autoridades aplican las leyes y la manera en la que las universitarias y los universitarios cumplen las leyes que ellos mismos se han dictado. En pocas palabras, la autonomía, desde la perspectiva moral, no significa ni ausencia de leyes ni suspensión de las mismas; significa, sí, la voluntad de cumplirlas sin necesidad de una fuerza externa que nos obligue a ello. Desde el punto de vista jurídico, la autonomía no significa leyes “a modo”, especiales para un grupo; tampoco significa extraterritorialidad ni licencia para violentar la ley en forma impune.

Los sucesos invitan a la reflexión porque, al amparo de la autonomía, han pasado casi cinco meses desde que estalló el conflicto en algunas dependencias universitarias y lo único que se ha podido observar es que, en vez de diálogo, se formulan invitaciones al diálogo; en vez de un ejercicio racional, existe un ejercicio emocional; en vez de acciones para solucionar el conflicto, se realizan acciones para prolongarlo; en vez de acatar la ley, se proponen modificarla; en vez de participación de la comunidad, la autoexclusión de un sector de la misma. La opinión pública, con razón, se pregunta: ¿Es esto autonomía?

Para no especular sobre la autonomía ni para teorizar sobre ella, basta observar la conducta seguida por los universitarios en dos reuniones recientes. Una la del Consejo Universitario, reunido el 12 del mes en curso, con el propósito de modificar el Artículo 95 del Estatuto General de la UNAM, según el cual se considera falta grave cualquier acto de violencia y en particular la violencia de género que vulnere o limite los derechos humanos y la integridad de las personas que forman parte de la comunidad universitaria.

Ignoro cuál fue la intención de quienes participaron en la redacción de esa modificación, así como la de los consejeros que la aprobaron, casi por unanimidad, de vincular cualquier tipo violencia, en particular la de género, con las garantías a los derechos humanos. Con este enunciado, la violencia en la universidad cubre un espacio tan amplio como el de los derechos humanos, que son el fundamento del estado de derecho.

Resulta alarmante que, a partir de ahora, en este nuevo contexto, si las universitarias o los universitarios realizan una “toma” de las instalaciones y suspenden las actividades, vulneran el derecho humano a la educación. Vale recordar lo que establece el artículo 1º de la Constitución Política: “En los Estados Unidos Mexicanos todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidas en esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte, así como de las garantías para su protección, cuyo ejercicio no podrá restringirse ni suspenderse, salvo en los casos y bajo las condiciones que esta Constitución establece.”

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