La actual
administración de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) ha
desarrollado una intensa campaña en la que la institución es presentada como la
Universidad de la Nación. La frase es brillante porque refleja tanto la opinión
que los universitarios tienen de sí mismos, como la forma en la que les
gustaría ser percibidos. Sin embargo, bajo la insistente campaña, se ocultan
contradicciones que corresponden al ámbito universitario y no deben ser endosadas
al país.
Una de estas
contradicciones la representa la forma en la que han abordado las demandas del
movimiento feminista en la UNAM; el
proceso en sus inicios y en su desarrollo ha permitido a la opinión pública
observar cuál es el significado de la autonomía para los actores del conflicto
universitario. Para éstos, autonomía y cumplimiento de su propia legislación no
están vinculadas porque la entienden a la manera de la sociedad feudal, como un
privilegio de carácter colectivo que les permite, en primer lugar, disfrutar de
leyes particulares, y en segundo, cumplirlas o no a su arbitrio. Esta manera de
entender la autonomía es resultado de la confusión que existe entre aquellos que
no conocen la historia ni el significado de la autonomía.
La autonomía no se
entiende sin el privilegio. Éste es propio de las sociedades jerárquicas,
antidemocráticas, organizadas para preservar la desigualdad. Por esta razón las
revoluciones del mundo moderno tienen como rasgo común su lucha contra los
privilegios, porque éstos se oponen a la igualdad.
En sus distintas
etapas la Universidad ha portado diferentes apellidos, Real, Nacional, y a
partir de 1933, Autónoma; pero sin importar el nombre, su función ha sido la de
preparar los cuadros al servicio de un proyecto de organización social; en el
caso de la Colonia, de organización jerárquica, y en el caso de la etapa
posterior a la Revolución Mexicana, de organización horizontal, democrática, lo
cual significa que la Universidad cumple una función política porque su
vocación desde su inicio es la de servicio público. La idea de que es una
institución apolítica, neutral, es resultado de una lectura mal intencionada
que pretende, por una parte, desnaturalizar la función para la que fue creada,
y por la otra, plantear en términos de conflicto la relación su relación con el
Estado.
Los hechos ocurridos
entre noviembre del año pasado y el día de hoy han servido a la opinión pública
y a las nuevas generaciones de universitarios, observar lo que hoy parte de su
comunidad entiende por autonomía, es decir, la forma en la que las autoridades
aplican las leyes y la manera en la que las universitarias y los universitarios
cumplen las leyes que ellos mismos se han dictado. En pocas palabras, la
autonomía, desde la perspectiva moral, no significa ni ausencia de leyes ni
suspensión de las mismas; significa, sí, la voluntad de cumplirlas sin
necesidad de una fuerza externa que nos obligue a ello. Desde el punto de vista
jurídico, la autonomía no significa leyes “a modo”, especiales para un grupo;
tampoco significa extraterritorialidad ni licencia para violentar la ley en
forma impune.
Los sucesos invitan
a la reflexión porque, al amparo de la autonomía, han pasado casi cinco meses
desde que estalló el conflicto en algunas dependencias universitarias y lo
único que se ha podido observar es que, en vez de diálogo, se formulan
invitaciones al diálogo; en vez de un ejercicio racional, existe un ejercicio
emocional; en vez de acciones para solucionar el conflicto, se realizan
acciones para prolongarlo; en vez de acatar la ley, se proponen modificarla; en
vez de participación de la comunidad, la autoexclusión de un sector de la
misma. La opinión pública, con razón, se pregunta: ¿Es esto autonomía?
Para no especular sobre la autonomía ni para teorizar sobre
ella, basta observar la conducta seguida por los universitarios en dos
reuniones recientes. Una la del Consejo Universitario, reunido el
12 del mes en curso, con el propósito de modificar el Artículo 95 del Estatuto
General de la UNAM, según el cual se considera falta grave cualquier acto de
violencia y en particular la violencia de género que vulnere o limite los
derechos humanos y la integridad de las personas que forman parte de la
comunidad universitaria.
Ignoro cuál fue la intención de quienes participaron en la
redacción de esa modificación, así como la de los consejeros que la aprobaron,
casi por unanimidad, de vincular cualquier tipo violencia, en particular la de
género, con las garantías a los derechos humanos. Con este enunciado, la
violencia en la universidad cubre un espacio tan amplio como el de los derechos
humanos, que son el fundamento del estado de derecho.
Resulta alarmante
que, a partir de ahora, en este nuevo contexto, si las universitarias o los
universitarios realizan una “toma” de las instalaciones y suspenden las
actividades, vulneran el derecho humano a la educación. Vale recordar lo que
establece el artículo 1º de la Constitución Política: “En los Estados Unidos
Mexicanos todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidas en
esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado
Mexicano sea parte, así como de las garantías para su protección, cuyo
ejercicio no podrá restringirse ni suspenderse, salvo en los casos y bajo las
condiciones que esta Constitución establece.”