Alejandro Páez Varela
Un video grabado en las calles de Nueva York, minutos después de que se anunció el triunfo de Biden, registró un grito de gozo que salía por las ventanas y recorría las calles de Manhattan. Me temo que no era una expresión de arrebato por Biden, como podría haber sido el caso con Obama, sino de alegría por la derrota de Trump. La pesadilla llegaba a su fin.
Personalmente Joe Biden no es un hombre que despierte pasiones, su mayor virtud, si no es que la única es que no es Donald Trump. En circunstancias normales no habría mucho que celebrar con el arribo al poder de un político gris que hizo un arte de la tarea de nadar de muertito durante cinco décadas de vida política en Washington. Seis veces senador, no se le recuerda por haber encabezado un proyecto político que lleve su impronta; simplemente se aseguró de sobrevivir de una época a la otra, manteniéndose cerca de la cresta del poder a fuerza de apoyar la corriente en boga y no hacerse de enemigos formidables. Pero siempre estuvo allí, cuando se necesitó de un candidato de conveniencia que no levantase demasiadas olas.
Podría parecer demasiado poco, pero eso le ha bastado para convertirse en el Presidente número 46 de los Estados Unidos. Sin embargo no habría que escatimar el mérito: es el héroe del momento. Fue el artífice para deshacerse de Donald Trump y eso no es poca cosa. Un respiro para el mundo. Si los primeros cuatro años del empresario neoyorquino ya fueron un factor de desestabilización económica y política mundial, un riesgo para el entramado de instituciones internacionales a las que les dio la espalda y un retroceso de la agenda ambientalista en el planeta, un segundo período podría haber sido aún más terrible. Nunca sabremos cómo habría sido en el poder un Donald Trump en versión aún más desatada, pero por desgracia lo que lo trajo al poder y lo que él desencadenó podrían instalarse entre nosotros por un largo trecho.
De entrada tres preocupaciones de fondo: Los ciudadanos y el voto de odio. Quedará en el aire la pregunta: ¿cómo es posible que 70 millones de ciudadanos, prácticamente la mitad, votaron esta semana para mantener en el poder a un hombre que se convirtió en epíteto de la mentira, el bullying, el odio, la ignorancia, el narcisismo, el autoritarismo?. Y todavía peor, ¿que aún sabiéndolo tantos estadounidenses lo hubiesen preferido? La única respuesta posible es concluir que Trump es reflejo del ascenso de esos atributos (mentira, odio, narcisismo, autoritarismo) en la conversación pública, en los usos y costumbres de hoy. Celebridades excéntricas y absurdas como Donald Trump siempre han existido, pero el hecho de que una de ellas llegue a ser Presidente significa que millones de personas han abrazado estos valores o, mejor dicho, la ausencia de ellos. Una virtud de Trump es que nunca escondió su amoralidad; fue elegido porque esa amoralidad cínica y egoísta es también la de multitudes. Trump es una mera expresión de algo más profundo y preocupante.
Encrucijada del partido republicano. ¿Qué hará el partido de Lincoln, Eisenhower o John McCain que renunció a códigos no escritos de civilidad y responsabilidad institucional para prostituirse al vaivén de los caprichos y arrebatos antidemocráticos de Trump, a cambio de los votantes que podía atraer? ¿Buscarán al siguiente payaso carismático capaz de capitalizar el fanatismo y el resentimiento o intentarán recomponer una imagen profesional y responsable de cara a los auténticos valores cívicos de la historia estadounidense?
La prensa partisana. La imparcialidad de la prensa es otra víctima de la Presidencia agresiva y arbitraria de Donald Trump. Hay una enorme dificultad para mantener la neutralidad informativa ante un poder que gobierna a través de la mentira, el abuso y la descalificación. En esta confrontación también el periodismo salió perdiendo y en ese sentido hay mucho que reparar. Nada lo muestra mejor que la interrupción del mensaje de Trump, la noche del miércoles pasado, cuando exigió la cancelación del conteo de votos aduciendo que se estaba cometiendo un fraude electoral en su contra. Como es sabido, las tres cadenas de televisión tradicionales (ABC, NBC, CBS) decidieron cortar la transmisión argumentando su responsabilidad ante las audiencias y para no prestarse a la difusión de un mensaje ostensiblemente falso. Entiendo la postura pero no la comparto. Primero, la noticia no es que haya fraude, sino el hecho de que el Presidente, que además es uno de los protagonistas del tema en cuestión, está diciendo que hay un fraude en marcha. Las tres cadenas tuvieron que resumir minutos después lo que había dicho Trump para poder explicar que no había evidencias que respaldarán su dicho. Pero eso no significa que eso, su dicho, no fuera noticia (en realidad la nota recorrió el mundo). Fue mucho más atinado lo que hizo CNN, quien transmitió el mensaje completo pero, al percatarse del contenido, corrió un cintillo en la parte inferior advirtiendo al auditorio de que no existía alguna evidencia que diera pie a la acusación del Presidente. Incluso Fox, la aliada del republicano, lo hizo mejor: inmediatamente después de sus palabras, el comentarista en turno advirtió la ausencia de pruebas al respecto.
Y segundo, y quizá más importante, ¿dónde detenernos en la censura una vez que editores y periodistas decidimos que una autoridad no está diciendo la verdad? En mensajes, boletines, informes de gobierno los funcionarios dicen medias verdades, resaltan lo que les conviene, ocultan lo que les perjudica. ¿Tendríamos que comenzar a censurar sus palabras y dejar de difundirlas?. Desde luego que no. Esas palabras también son parte de la cosa pública al proceder de protagonistas de la vida comunitaria. Nuestro trabajo, más bien, es contrastar con otros aspectos y versiones de la realidad, dar contexto, someterlo al escrutinio, pero nunca ocultarlo en aras de proteger a la sociedad. No estamos aquí para evitar a la opinión pública aspectos de la realidad que puedan perjudicarle, como si fuese un menor de edad, estamos para ofrecerle elementos que le permitan hacerse de un criterio informado y maduro para que pueda interpretarlos de la mejor manera posible.
Lo dicho, hay mucho que reconstruir tras el sismo llamado Trump; ojalá podamos hacerlo considerando que el tsunami del trumpismo seguirá instalado entre nosotros.
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