(Misael Tamayo Hernández, in memóriam)
Tenemos buenas noticias los mexicanos que somos contribuyentes; es decir, los que a diferencia de los que evaden impuestos, cumplimos queramos o no con nuestras obligaciones fiscales, mes tras mes y año tras año, mientras que a los mega-ricos de este país, al contrario, se les condonan sus pagos de IVA e ISR y hasta les reintegran grandes porciones de lo que sí pagaron.
El presidente Andrés Manuel López Obrador anunció ayer que para el próximo año no habrá incremento de impuestos ni creación de nuevos, además de que no aumentará la deuda pública del país por segundo año consecutivo.
Mientras que sus detractores se desgañitan espantándonos con el petate del muerto, anunciando una crisis económica sin precedentes; y mientras que los organismos internacionales que por decenios han estado controlando la riqueza del mundo señalan que México no crecerá lo que se tiene proyectado en este 2019, dentro del país los que sí contribuimos al crecimiento del Producto Interno Bruto mediante la producción de productos y servicios diversos (sin ver desarrollo), y con el agregado de la generación de empleos, estamos esperando que si no nos bajan la carga impositiva, al menos que no la aumenten.
Al contrario, pedimos se simplifique la miscelánea fiscal y que a los contribuyentes se nos permitan mayores facilidades para deducir sobre todo el IVA, así como también que baje el Impuesto Sobre la Renta, con el cual se gravan las utilidades de una empresa y de las personas físicas, que en este momento es de los más altos del mundo. De verdad que es una tortura el pago de impuestos, y que el Servicio de Administración Tributaria no perdona un retraso. Basta que un mes no se pague impuesto, para que el SAT esté enviando avisos de cobro a los correos electrónicos, y en determinado momento desplazan a los inspectores a requerir el pago personalmente con el levantamiento de un acta de multa.
Y estamos hablando solamente de los dos impuestos federales más importantes, pero no son los únicos. Un ciudadano debe pagar también impuestos estatales y municipales, como el impuesto predial, servicios y licencias, refrendos de placas, así como también enfrentamos el cobro ilegal de derechos, que por ser tales no se nos deberían de cobrar; es el caso del Derecho de Alumbrado Público (DAP), que con la anuencia de los presidentes municipales en turno la CFE lo cobra puntualmente en el recibo de luz, a razón de 13 por ciento bimestral. Por lo tanto, los particulares pagamos el alumbrado público, pero a pesar de ello los ayuntamientos reportan grandes adeudos en este rubro.
El impuesto más oneroso fue el que se nos impuso a partir del 1 de enero de 2017, que es el Impuesto Especial sobre Productos y Servicios (IEPS), que antes era para artículos y servicios de lujo, pero que por una ideota del gobierno de Enrique Peña Nieto se le cargó a la gasolina y el diésel, en razón de entre 4 y 6 pesos por litro, con lo cual, de ser un país productor de petróleo, pasamos a pagar por la gasolina más cara del mundo.
Esta es la verdadera crisis que estamos padeciendo, aunque oficialmente no se reconozca. Los organismos internacionales no dijeron ni pío ante este atraco, porque no afectaba intereses empresariales directamente, y vino a vulnerar aún más a un pueblo pobre y saqueado recurrentemente.
Hay una larga lista de acontecimientos desde 1998, año en que Carlos Salinas de Gortari anunció su Plan Nacional de Desarrollo, basado en la venta de las empresas del Estado y la creación de una nueva clase política y empresarial, cuya voracidad ha ido empeorando, mientras que los saldos negativos de ese desmantelamiento del Estado se le cargaron al pueblo a sus espaldas.
El Fobaproa, por ejemplo, que no es otra cosa que la conversión del rescate bancario (deuda de empresarios y banqueros) en deuda social, que hoy asciende a 1 billón 300 millones de pesos, aún lo tenemos en el lomo. Hasta nuestros nietos cargarán con esta deuda de la que hemos pagado 600 mil millones de pesos tan sólo de intereses, en los últimos 15 años.
Y así sucesivamente. Recordemos que teníamos un IVA de 10 por ciento, concesión del viejo régimen priísta. Pero fue el gobierno de Zedillo, tras el “error de diciembre” y la profunda crisis que devino, el que modificó en marzo de 1995 la Ley del Impuesto al Valor Agregado, y lo aumentó a 15 por ciento. Lejos de mejorar, en la era panista ya teníamos todo en contra. Vicente Fox mantuvo el IVA en 15 por ciento; pero su sucesor, Felipe Calderón, ordenó la modificación de la Ley de Ingresos en octubre de 2009, para aumentar el IVA de 15 a 16 por ciento.
Su propuesta era, recordemos, aplicar el IVA a alimentos y medicinas, pero los legisladores tuvieron a bien evitar este nuevo atraco que afectaría de lleno a los más pobres, y sólo autorizaron el incremento al IVA. Desde entonces, esa tarifa permanece, salvo que con la llegada de AMLO se decretó que en las fronteras el impuesto bajara a 8 por ciento, para hacer esa región más competitiva, por su cercanía con Estados Unidos.
El presidente anunció también que no habrá aumentos en los precios de gasolinas, gas y energía eléctrica, en términos reales. Y con eso nos damos por bien servidos.