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SERAPIO Y JOSEFINA PADILLA

JORGE LUIS REYES LOPEZ

“Josefina Padilla ¿cuánto vale el camarón poniéndole la barba de oro?”. El grito femenino no paraba. Casi imposible dormir así. Serapio se paró en calzoncillos. Buscó en el trastero un pocillo de peltre, guiado por la luz de la luna llena que entraba por las rendijas de la casa. Se dirigió al poche de barro donde almacenaba el agua que bebía. Levantó la tapadera de madera y sumergió el pocillo para sacarlo rebosante y de un pegón lo medio vació. El calor en las noches de mayo dificulta conciliar el sueño. Ahora se agrega este grito repetitivo de la mujer que complica más poder dormir. Lleva toda la noche gritando. Lapo retiene fielmente el antes y el después de la demencia que se apoderó de Sabina. Era el año de 1933. Muchas cosas se decían que podrían pasar entre México y Estados Unidos. Se oían rumores de una deuda económica que los gringos querían cobrar a la brava.

Se decía que una revista publicó una fotografía del Presidente Abelardo Rodríguez Luján sosteniendo un huevo de gallina en cada mano, respondiéndole a Estados Unidos que no les debía, que lo único que tenía para pagarles era lo que estaba sosteniendo entre sus manos. Esos eran rumores, solo eso, pero días después llegaron soldados a establecer un campamento en la playa La Jedionda. No había razón aparente que explicara su presencia. Luego los rumores siguieron. Que había más campamentos militares en las playas del pacífico mexicano. La gente de Zihuatanejo solo les decía guachos.

Los guachos venían cada semana a surtirse de provisiones y aprovechaban  para conocer el puerto y de paso platicar con los menos ariscos. ¡O ariscas!,  Se oyó en la culata de la casa, era una vocecilla aguda, chillona, seguida de una risa burlona. ¡Otra vez la Nigüa jodiéndome los pensamientos! No te quejes Lapo. Tienes una dulce noche por delante. La Nigüa chaneque metiche que sólo el abuelo podía oír, era a veces enfadoso, en otras ocasiones le venía bien platicar con él. A pesar de lo incomodo del momento, entendió la burla disimulada de la Nigüa. Sabina vio al soldado entre la tropa y quedó aturdida. Ese militar uniformado llamó su atención. Lo veía elegante, varonil. Era un hombre distinto. Sabina empezó a pensar ansiosamente en mirarlo más frecuentemente. El guacho no se había enterado que lo miraba. Adquiridas las provisiones, los militares regresaron a La Jedionda. Sabina quería preguntar a los tenderos muchas cosas ¿De dónde venían? ¿Volverían a comprar? Sabina no puede preguntar, no quiere pecar. Una semana después el alboroto del pueblo se oye mayúsculo con el ladrar de tanto perro. ¡Llegaron los guachos! Los chiquillos corriendo atrás de los militares apuntándoles con los dedos mientras gritan pum. Pum. Pum. Sabina oía su corazón pum…pum…pum mientras sus ojos buscan la figura del guacho y en sus pensamientos esta la esperanza de que el militar venga en la tropilla. ¡Ojos felices! ¡Esperanza consumada! ¡Ahí está el soldado! Sabina decide caminar con discreción a la tienda, donde sabe que compran provisiones. Llega al mostrador de madera de esa casa grande, hecha de adobe y techo de teja, habilitada como tienda una parte del recinto que bien pudo usarse como sala. La boruca de los militares impide momentáneamente que el tendero se percate de la presencia de Sabina. Antes que verlo como una desatención, ella lo vive como un pretexto fortuito para mirar de cerca al hombre que ha desatado sus demonios pasionales. Todos los días anteriores al regreso de los militares los pasó abstraída, callada. La familia percibió el cambio de conducta, creyendo que era ese momento íntimo que todas las mujeres tienen.

¿Qué se te ofrece Sabina? La pregunta la oyó, pero siguió mirando al guacho que iba y venía  obediente a las órdenes del sargento que le ordenaba sacar un costal de papas o uno de azúcar. No miraba a Sabina. No sabía que estaba parada mirándolo. Sabina ¿Qué quieres? La mujer enrojece y responde ausente, manteca. ¿Cuánto? Un cuarto. En la bandeja de la báscula el tendero pone un pedazo de papel estraza. Se agacha, y mete una cuchara grande de palo en una lata mantequera. Saca un sope de manteca y se lo avienta al papel. Luego regula el peso. Envuelve la manteca y se la entrega a Sabina. Los soldados se van. Sabina también.

Las noches no las aprovechaba para dormir, y no es que no quisiera. Simplemente no podía. El camisón de dormir se empapaba de sudor aunque fuera fresca la noche. Lloraba en silencio. Durante el día eran claros los estragos que en su rostro causaba la pasión no compartida, ni siquiera conocida por el objeto de su amor. Se veía pálida. Con ojeras. No tenía apetito. La familia empezó a mortificarse. Le veían  como si estuviera ida. Empezaron las preguntas. Necesitaban saber lo que le sucedía. Sabina nada respondía. Empezaron las conjeturas. Quizá la habían embrujado. Tal vez la jugaron los chaneques. En el pueblo había una curandera con fama de sabia. Ella resolvería el enigma. La hermana mayor, ya casada, decidió llevarla. Ella Y Sabina son muy unidas. Pero jamás logró que Sabina le platicara su dolor. La familia esta atemorizada. No quieren un desenlace fatal.

Tampoco la quieren perder. La hermana tomó un rebozo, lo cruzó por la cabeza, y lanzando las puntas por encima de los hombros cayeron en la espalda, luego a tomó a Sabina de la mano y caminaron a la orilla del pueblo hasta llegar a la casita de la curandera. La vieja miró a las hermanas y les dijo solo Sabina  podía estar adentro. Tú espérame afuera abajo del cuaulote. Te aviso cuando puedas entrar. La hermana salió. La curandera escuchó a Sabina. Supo de su pasión. Conoció la razón de sus desvelos y de su falta de apetito. Le preparó una pócima y le aseguró que se curaría. La vieja nunca supo de quien se apasionó Sabina, porque esta no se lo dijo a ella ni a nadie.

La hermana fue llamada e informada de que la enfermedad era curable. Que tenía arrebatos de ansiedad. Sabina tomó el brebaje. Toma única. Llegó a casa y se durmió. Muy temprano para dormir. El sol no se perdía aún en el horizonte. A media noche con la luna llena Sabina despertó gritando “Josefina Padilla ¿Cuánto vale el camarón poniéndole la barba de oro? Esas noches de luna llena eran un martirio para Lapo, que terminaba poniéndose tapones de hoja de albaca para amortiguar el ruido de los gritos. Sabina enloqueció y murió. Tiempo después su marido extravió la razón. Decía que los dueños de las milpas de  los cerros de La Ropa eran sus peones. Josefina Padilla, partera y enfermera, tampoco supo porque Sabina gritaba su nombre.

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