Jorge Luis Reyes López
Después de cenar, Lapo encendió el candil, iluminando con claroscuros la modesta vivienda que lo alberga. Tiempo hacía que escribía sus recuerdos de Zihuatanejo. Cada reunión concluida lo alegraba lo suficiente para continuar en su empeño. Siempre interesado en el cómo, el cuándo y el por qué. No siempre sabía las respuestas. No siempre las encontraba; eso sí, siempre las buscaba.
Gerardo, el acapulqueño, llegó para ser el primer guardafaro, responsable de encender en la tarde-noche el faro cimentado en los acantilados de Punta Garrobo. La bahía la cruzaba en canoa, a remo. Varaba frente a la casa de Vidal Bustos. Algo tenían en común: los dos desarrollaban una tarea de vigilantes. Veda, como le decían los porteños, era huertero, responsable de proteger la propiedad y sus sembradíos. El guardafaro tenía que estar atento para que la luz del faro se encendiera cada noche, ofreciendo una referencia de luz salvadora para los navegantes locales, los pescadores ribereños o para todo aquel transporte marino que, por voluntad propia o no, surcara la inmensa llanura oscura del océano Pacífico.
Después de encargar la canoa, Gerardo iniciaba por la vereda ascendente la caminata para llegar a buena hora al faro. Al llegar a la cumbre, resoplaba grueso. La ropa, mojada de sudor. No había achichincle que le ayudara; ante el desánimo pasajero, no se achicopalaba. La rutina había que consumarla. No había día de descanso. La advertencia de la luz era guía segura para evitar una catástrofe: “Te aviso que estás cerca de la costa, pero aléjate de mí, no me busques porque puede ser trágico”.
Durante años, el trajín le robaba tiempo para compartir sueños e ilusiones con la familia. Aníbal, su hijo, seguía creciendo. Algún día heredaría el trabajo, sin armar ningún arguende ni borlote. El tiempo seguía su paso infinito, ajeno a las penas humanas. Indiferente a cualquier ilusión. Gerardo, el primer farero, se sentía cansado. La nostalgia familiar se hacía espesa algunas noches. Entonces salía a contemplar la bóveda celeste. Sentía el aire fresco con sabor a sal. Aspiraba hondo hasta llenar los pulmones. Todo eso ayudaba a despejar su cabeza, a sentirse mejor.
De cualquier forma, no hay manera de evitar lo inevitable. Tarde que temprano tendrá que irse. No quisiera chochear, aun estando consciente de las conductas seniles que caracterizan a la humanidad. Aquí, en el faro, esas actitudes no pueden suceder por ninguna razón. Es terrible tener el cuerpo todo desconchinflado; por más desguanzado que se sienta, hay que darlo todo. De ahí ha salido el pipirín para toda la familia, y hay que cuidarlo. En un de repente la gente se va; por esa razón considera que su sucesor natural debe ser su hijo Aníbal.
En la historia de Zihuatanejo ya entró: Gerardo Rico, el primer guardafaro de Punta Garrobo. Su herencia puede beneficiar al clan. Siempre ha luchado por vivir de su trabajo. Nadie puede decir que alguna vez ha sido un gorrón. Toda la vida se ha granjeado los beneficios que tiene. Sus méritos lo han hecho ganador de la voluntad de otros. El día que tenía que llegar, llegó. Gerardo Rico se fue.
El nuevo guardafaro no está satisfecho. Extraña su lugar de origen. Las noches le resultan pesadas. No lo sacia mirar las estrellas. El fuerte golpe de las olas estrellándose contra las rocas del acantilado le crispan el semblante. Sin saber la razón, el lugar le pesa. Le da desconfianza. En noches donde el cielo está cubierto por una cortina de nubes oscuras, el ambiente lo asusta. Son pocos los días que lleva trabajando. Desde que llegó, algo lo mortifica. No le gusta. Los acantilados parecen susurrar lamentos. En momentos así, el corazón parece desbocarse. Casi no duerme.
Sabe que su trabajo le exige estar en vigilia toda la noche; eso no quiere decir que, por periodos muy breves, no pueda dormir, dándose así un descanso que le ayude a tener una mejor vigilia. Esos momentos de reposo no los ha podido disfrutar. Luego ese sudor frío sin una explicación lógica. No, definitivamente las cosas no andan bien por aquí. Con ansiedad espera la luz del día, para poder regresar al puerto y tener un respiro. Un sosiego al saberse rodeado de personas vivas, que ríen y platican.
Ahí, durante el día, Aníbal no se siente solo. No tiene temores ni angustias. Entre la población se une alegre al cotorreo costeño, después de haber dormido y haber llevado algo al estómago. Se niega a endilgarle al faro su cambio de conducta. Allá se siente agotado, como que ya dio lo que tenía que dar. Ese desguanzamiento es total: físico y mental. Definitivamente en el pueblo se siente mejor. Seguro. Sin angustias.
Cada vez que atraviesa la bahía cuando va al trabajo, pepena un mal sabor de boca. Aníbal, como su padre Gerardo, sigue varando la canoa frente a la propiedad que cuida Veda. Revisa todos sus tiliches, que nada le falte. Haciendo de tripas corazón, inicia, una vez más, la caminata por la vereda que lo lleva al faro. No puede evitarlo: el lugar sigue siendo pesado. Hoy llegará más temprano a su destino. Estando en lo alto de los acantilados, el mar se ve calmo; a pesar de esa aparente mansedumbre, las olas siguen aporreando a las piedras allá abajo, liberando el sonido sordo que lo enfada tanto.
Baja las cosas. En un rincón cuelga el bastimento de un clavo incrustado en la pared. Nada más terminar de guardar la comida, una ráfaga de aire frío invadió el lugar. No era un frío normal. Aníbal creía que era un mal paso pasajero y que tenía que resistir a sus instintos para poder cumplir una jornada más sin sobresaltos. La oscuridad había llegado, arropando todo a su alrededor. Parecía que el ruido de las olas se había tornado más suave. Un relámpago iluminó la oscuridad marina. Entonces fue cuando la figura etérea de Gerardo apareció. Era el padre visitando al hijo.
¡No más! ¡Suficiente!, pensó Aníbal. Yo me voy. Así no puedo vivir. Ahora entendía tanto desasosiego vivido desde que llegó al puerto, dejando atrás su Acapulco querido. Estaba decidido a no regresar al faro de Punta Garrobo.
En 1901, a petición expresa del presidente Porfirio Díaz, se inició la construcción de Cabo Corrientes. La obra fue concluida en el año de 1902, en las fronteras de las costas jaliscienses y el estado de Colima.
Década de los años cuarenta. Lugar: Faro Cabo Corrientes, Comunidad de Corrales, Municipio de Cabo Corrientes, Jalisco, México. Hasta ahí llega la orden inapelable para Luis Olascoaga Oliva, a fin de que se trasladara a Zihuatanejo, Guerrero, y sea el nuevo guardafaro en Punta Garrobo. Pronto empaca junto a su esposa María del Refugio Hernández, doña Cuca, acompañados de sus hijos Luis y Mundo. Así se inició un linaje de guardafaros que superó a dos generaciones, hasta llegar a la edad contemporánea.
Epílogo: “Mi abuelo Gerardo Rico Galeana llegó a Zihuatanejo en 1937. Mi papá tenía 12 años: Aníbal Rico López. Ellos vivían en el faro y viajaban en canoa al pueblo para intercambiar pescado por víveres varios. Mi abuelo murió en 1943, y está enterrado en el panteón de Agua de Correa. Mi papá se quedó hasta 1949 a cargo del faro, pero para lograr el título de guardafaro tuvo que trasladarse hasta Acapulco. Allá siguió como guardafaro por cuatro años del faro de La Roqueta. Después pasó a ser oficial administrativo de la Capitanía de Puerto en Acapulco”.