Jorge Luis Reyes López
Tiempo es de arreglar el bastimento, para aprovechar la mañana con la intención de hacer más llevadera la caminata. Es importante llegar temprano al ojo de agua. El frio nos obliga a llevar ropa gruesa y encima el gabán. Las manos duelen. El agua del agostadero muere abajo.
La noche anterior los comuneros acordaron bajar el agua al rancho. Aún siendo de noche traían puestos los sombreros. Un vecino dejó escapar su dolor e impotencia diciendo el sufrimiento que vivía cada ves que veía a su mujer subir por agua por la vereda llena de piedras filosas, amenazantes. El caballo, a buen paso, sigue subiendo. La tierra húmeda , chiclosa se adhiere al casco del animal cada vez que lo levanta. Las paredes del cerro lagrimean. Veinte años atrás era impensable caminar estos senderos por lo tupido de la vegetación. El agua abundaba. Arroyos y escurrideros eran frecuentes. Luego un día alguien tuvo la loca y mala idea de tumbar los pinos para vender la madera.
El agua no les importó. Desde 1938 el cerro fue trasquilado por gente desalmada. Nunca los vi sembrar un solo árbol de este bosque ¿Por qué quieren seguir cortándolos? ¿Con qué derecho? El hombre seguía cavilando, mascullando por dentro la ira sorda que lo atormentaba. Parece que Dios trabajó de más para tanto baquetón. Después de las primeras talas grandes el arroyo se resintió. Cambió hasta morir. Era un agua alcaparrosa, hermosa, que se movía cambiando su color de verde a azul. Ahora es el ojo de agua el que agoniza.
Si llega a morir, los culpables serán los madereros. Su ambición desmedida no tiene límites. Tampoco hay quien los detenga. Ellos no viven aquí. No pierden sus cosechas cuando la helada nos castiga o cuando no hay lluvias. Dicen que los cerros pelones causan sequías, pero a los cerros los pelan los malvados de siempre. Aquí todavía las nubes se arremolinan en la punta, como formando un sombrero. Tal vez Dios no nos mira con cariño. ¿Cómo explicar que debajo de Ojo Seco hay un charco tan grande, con enormes paredes? Y arriba del pueblo un nacimiento de agua que nunca podemos disfrutar. Esto me resulta desagradable, deprimente. Estamos en medio de lugares que tienen agua abundante, mientras morimos de sed y hambre. Si al menos tuviéramos poquita agua los animalitos no nos harían falta. Cerdos, gallinas, uno que otro ganadito. No importa que el chivo sea tan latoso. Llena la panza y lo disfruta el paladar. Los borregos, los borregos, esos nos visten y nos alimentan. Dios, estoy soñando despierto. ¡No nos abandones!
Adelante Don Santos cabalga escudriñando el sendero. Extrañamente se nota alegre y dispuesto a compartir algunos recuerdos. Siendo chiquillo y sin conciencia de lo que pasaba, me divertía mirando aquellas grandes máquinas cortando madera. Jugar con el aserrín, hundiendo mis manos en el montón para después aventarlo hacia arriba y tapando los ojos sentirlo caer en mi cuerpo. Niño al fin, ignoraba que esa alegría infantil, con el tiempo se me treparía en tristeza.
Envidiaba al armonero montado en una especie de cajón con cuatro ruedas deslizándose por los rieles, hasta llegar al caserío del agostadero. A los troncos de pino los miraba rodando cuesta abajo, hasta llegar a la planicie y quedarse quietecitos. Era una compañía propiedad de extranjeros. Altos, rubios, ojos azules o verde encendido. Eran alemanes. Hoy a tantos años de distancia de mi niñez, tengo una alegría morbosa al evocar el momento en que les robaron. Les quitaron poco de lo mucho que nos arrebataron. Poque el cerro es mío, es de nosotros. La compañía tenía su administrador. Vivía en la comodidad de un pueblo grande. Cada vez que subía al caserío, los muchachillos nos divertíamos a su espalda, diciéndole animal. Recién amaneciendo cinco bandoleros le cayeron a su casa. Apenas se estaba acomodando en el coche, cuando le gritaron ¡Catorce mil pesos o te mueres!… Ese güero casi se orinaba del susto… Espantado, muy espantado, mandó a Manuel El Gachupín por los fierros a Puroagua. Don Santos, interrumpe el relato.
Súbitamente nos detiene. ¡Que extraño lo noto! El canoso bigote se mueve al compás de su mano derecha, que sube y baja, sin aparente control, errática. La rienda del caballo sostenida con firmeza con la mano izquierda, en un claro contraste con la diestra que ahora utiliza para quitarse el sombrero. El anciano jadea pesadamente. Una cabeza rala y colorada, sombreada por los pinos, sostiene con dificultad unos pocos pelos que se mueven caprichosamente con el viento de la montaña. Al mirar la cabeza del viejo, pienso en Ojo Seco. Quizá mis esperanzas de que el pueblo tenga agua, son más escasas que su cabellera.
Algo sucede con Don Santos, ¡Está llorando! La tristeza le estruja el alma. En su niñez todo el cerro estaba preñado de agua. En su mente los recuerdos están desbocados. Las imágenes de las rancherías con abundante agua, le producen una felicidad sin límites, que cual relámpago siniestro luego se torna en rabia, en impotencia. Aquel arroyo de transparente agua que alimentaba a Las cuatas, La Tabla, La Ciénega y Chilarillo, rebosando vida, ahora esta disminuido a charcas espaciadas. Su cause lleno de desperdicios de madera. Los milagros de Dios, la ambición humana las troca en tragedia. “Las maravillas que hace el agua”, Puroagua era un pueblo olvidado, hoy gracias a la laguna artificial hay vida.
Arbolitos de aguacate en cada casa. En Ojo Seco solo tenemos la ilusión de esa agua alcaparrosa que estamos buscando. Hemos llegado al nacimiento del ojo de agua. Un campesino dobla perezosamente las cañas de maíz. Unas vacas cruzadas con raza fina, tuercen el pescuezo a nuestro paso, rápidamente se alejan a abrevar en una charca verdosa. Pardeando el sol, montamos a las bestias para iniciar el regreso. Nadie habla. No quieren hablar o la jornada los agotó. Así en silencio llegamos al rancho, sin despedirnos, cada quien arranca para su jacal. Cansado, Adolorido de tanto estar horqueteado en el rocillo, me quedo un rato mirando los tirantes del techo, viendo como las cuijes corretean a las arañas ¿Tendrán sed, donde tomaran el agua?. Afuera el viento sigue lamentándose, se escucha el ruido de los sauces llorones ¡Hasta parecen gente de verdad!, Las tripas me gruñen escandalosamente y se apretujan como si quisieran escupir algo. El viento arrecia jurjuneando la puerta. Algo se cuela hasta mi cuerpo cubriéndolo como una sábana fría. Me animo a salir ante las carreras del estómago, y al abrir la puerta es como si alguien me golpeara la cara con hielo. No tan lejos se alcanza a oír los aullidos de un coyote.
Ojalá mañana no falten gallinas o guajolotes en alguna casa. Los coyotes son matreros. Se paran debajo de los arboles donde duermen las gallinas y les sueltan una cosa como vaho que las marea, mientras ellos dan vuelta alrededor del árbol, y al rato las aves se desbarrancan derechito a la boca del animal. Parece que la chicha me cayó mal, me aflojó el estómago. Busco una piedra, pero al tantearla me aguato la mano. Al fin halle una, pero fría, muy fría y entre las bolsas no traigo nada. Tendré que esperar a que la luna se despida de ese manchón de nubes, para poder mirar mejor. Regreso a la cama y pronto duermo. Pronto también sueño. Me veo sin saber que hacer, nunca había visto ojos tan tristes, como si de pronto le arrancaran a uno el alma. Son los ojos de Don Santos. Las corvas me tiemblan. .Quiero hablarle al viejo pero no puedo. Los ojos me persiguen. Se les nota un intenso dolor. Están rojos, rojos. Ahora se alejan rumbo al ojo de agua. Don Santos crece. Crece tanto que los pinos le sirven de bastón. Un bastón tan fuerte que ni el viento mueve. Los brazos extendidos con las palmas de la mano mirando al cielo. De sus ojos brotan gruesas lágrimas, que al caer a tierra se convierten en chubascos, que precipitadamente se resbalan por el lomo del cerro, y haciendo un gran remolino se detienen al llegar a Ojo Seco, hasta convertirlo en una isla. ¡Todo rodeado de agua… de vida!.