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SERAPIO – (El romance que nunca fue, segunda y última parte)

JORGE LUIS REYES LOPEZ

Cuando Serapio quedó viudo, tenía cinco hijos. La perdida de Gabina, su esposa, los hundió en el desconsuelo. La tragedia le llegó a las entrañas. Todo el acontecimiento fue estremecedor. No pudo verla. No pudo sepultarla. De todo el ganado que tenía, una vaca mansa, con un solo cuerno, era el único animal que su mujer ordeñaba. Era la leche destinada para el consumo familiar. Con el producto del ganado que estaba en los potreros, se hacía queso, jocoque, requesón. Se comercializaba en la comunidad, el excedente se vendía en Uruapan, Michoacán. No quería aceptar que la muerte de su compañera llegara así. Ahora tendría que lidiar con el dolor, con la soledad, y con el cuidado de sus hijos. Sin Gabina no encontraba el rumbo de su vida. Era mucho peso el que lo agobiaba. La melancolía lo consumía lentamente. Descuidó las labores del campo. Las tareas de comerciante fueron abandonadas. El tequila cada día se presentaba en su vida. Sacando fuerzas del dolor restableció sus rutinas. Decidió buscar una compañera que le ayudara en la crianza de sus hijos. Se fijó en una muchacha de casa, de hogar. La pidió. Se la concedieron. Ilusionado la instaló en su hogar.

Desde el primer día que la buena mujer llegó a su nueva casa, surgió la cólera en los hijos mayores, Manuel y Ramona. No la querían. La hija, sin ser la mayor, tenía el carácter y la habilidad para imponérsele al hermano, y convertirlo, en socio de sus propósitos, que no eran otros que arrinconar a Lapo hasta obligarlo a deshacer la unión apenas iniciada con su vecina. Los chamacos lograron su cometido. Lapo pronto se quedó solo. Fue entonces cuando decidió bajarse a Zihuatanejo. Abandonó todo. Vacas y potreros se quedaron. Entre sus pensamientos conformistas, figuraba aquel que lo consolaba, al saber que desde Zihuatanejo tendría más posibilidades de visitar la tumba de su mujer, sepultada en Lagunillas,  municipio de La Unión. Así llegó al Puerto. Nunca sus ojos miraron mujer alguna, como una opción de compañía, ni siquiera por casualidad. Nunca, si, nunca. Nunca antes de conocer a la joven baleada. Poco o nada le importaba la falta de un ojo.

No tenía claro el abuelo, si la comida verdaderamente satisfizo al paladar, o el paladar había cambiado de lugar, situándose ahora en sus ojos, ¿Cómo expresarlo?.  Ciertamente estaban solos, pero obedecía a un gesto de atención sutil y elegante de los padres que no bajarían la guardia. No, con su hija única. No, después del atentado sufrido. Sentados, uno al lado del otro, le representaba a Lapo un reto mayor tomar la iniciativa. Si al menos estuvieran sentados frente a frente, con la mesa de por medio, le haría menos embarazoso en momento. Muchos años han pasado sin coquetear con las mujeres del Puerto. ¡Ni siquiera su nombre se!, pensó. Por debajo de la mesa retorcía sus manos. Estaba contento, pero nervioso. El curandero, al que no le tembló la mano para rajar una botella, y de un tajo cortar la nuca de su hijo Francisco, tirado, lívido, postrado por un tremendo dolor de cabeza, al hombre que en esa circunstancia su rostro permaneció inalterable cuando la sangre negra, escurría espesa, malignamente espesa, aliviando el dolor y devolviendo el color al rostro de su muchacho, ahora sudaba sin control. Quería pararse y abandonar la casa. Una mano suave, apretó su brazo derecho, luego con ternura lo frotó. ¡Bendito bálsamo! Su respiración retomó su ritmo habitual, ladeando la cara sonrió. El susto había terminado. Inició la conversación, rompiendo el engorroso silencio. ¿Cómo has estado?… Supo que la familia a la que visitaba llegó del norte del país. Venían huyendo de un poderoso hacendado encaprichado con hacer suya a la hermosa mujer.

Se enteró que el hombre que la hirió, era un total desconocido para ella, aunque no dudaba que cumplía un encargo del hacendado. Ahora los habían localizado. La familia no sabía que hacer, ¿quedarse?, ¿retirarse? Si se iban del pueblo, nunca dejarían de huir. De quedarse, ella y sus padres corrían un riesgo mortal. Lapo quiso saber más del hombre despechado. ¿Donde vivía?,  ¿Cómo se llamaba el rancho de su propiedad?, ¿Cómo llegar?, ¿Tenía muchos peones?. Cada pregunta fue respondida con precisión, con meticulosos detalles. Háblame de ti Lapo, pidió la joven, torciendo así una conversación que parecía siniestra. El abuelo narró su historia. ¿Desde entonces no has conocido mujer?, la pregunta no la esperaba, aletargado como estaban sus sentidos, fue pillado con astucia. ¡Chinelo, que pregunta tan caraja!. Con cautela la miró fijamente. Ahora fue el quien acarició su mano izquierdo. Sin dejar de mirarla, respondió con otra pregunta ¿Por qué?. Curiosidad, pura curiosidad. Si que eres curiosa. Lapo sonrió divertido. No he tenido tiempo para esas cosas. Deberías hacerte un campito. No es sano desposarse con la soledad. Es un tema largo. Se hace tarde y no quisiera que tus padres se molestaran. El pueblo es chico y los murmuradores abundan. La carcajada femenina fue un torrente de alegría. Se divertía con las excusas de su invitado. Lapo se contagió del humor de su interlocutora. Giró su cuerpo en dirección a la compañera, provocando un choque involuntario de rodillas. Fue como una chispa de energía que se apoderó del curandero. Ahora se tu nombre. Se que me gusta platicar contigo. Quiero ser tu amigo. Hace tiempo Lapo, que te veo como un amigo. Se mucho de ti. Me alegra que hoy estes en mi casa. Considérala tuya. Gracias. Quisiera seguir visitándote. No es necesario que sea a la hora de la comida. La frase fue acompañada de una pícara sonrisa.

Cuando Lapo llegó a su casa, poco faltaba para que oscureciera. La cercana laguna, surtía al pueblo de suficientes sancudos. Tenía poco tiempo para colocar el pabellón; prender los candiles, y hacer brasa con estiércol de vaca para que el humo ahuyentara a los molestos insectos. Eran noches de calor, de luna llena. Se despojó de la ropa y se quedó con el calzoncillo de manta. En la esquina de la casa montado sobre una especie de banco hueco y alto, estaba un filtro de barro, en forma de bellota, de cuya punta brotaba un agua fresca y cristalina, que descendiendo por la gravedad, recorría la distancia hasta llegar a una olla en el suelo, también de barro, produciendo un sonido parecido a un flop, cuando chocaba con la superficie del agua acumulada. Hacia allá se dirigió Lapo. Tomó del zarcero una jícara de cirian, la sumergió en la olla, y la sacó rebosante. La acercó a sus labios, trago a trago, la terminó de beber. Esa noche durmió de un tirón.

Despertó temprano. Puso orden en la casa y desayunó contento. Quería ver pronto a la mujer bonita. Sabía que podía visitarla en su domicilio. Era muy temprano. Tenía que disimular su ansiedad. Los chamacos, no estaban tan chamacos, y el no estaba dispuesto a ceder a los caprichos de sus hijos. Sabía, siempre lo supo, que su hija era la de las tormentas. Tendría que hablar con ella para hacerla entrar en razón. La tarde alcanzó a Lapo camino a la casa de la mujer que ahora sonreía, y creía que sonreía para él. Llegando a su destino le fue abierta la puerta. Hoy le parecía más guapa que ayer. Caminaron por el patio. A veces se tomaban las manos. Lapo no sabía hacer cariños. Se sabía torpe. Las visitas y los paseos en el patio, se sucedían cada día. Así pasaron los días. Siguieron las semanas, y los meses. Un día Lapo llegó a la casa de la mujer bonita. Nadie abrió la puerta. Nada se escuchaba. Todo era silencio. Como pudo, entró a la casa. La llamó a gritos. Nadie le respondió. De su rostro escurrían lágrimas. Desesperado pateaba el suelo con sus huaraches. Sentía ahogarse. Renegaba de su destino. Dejó que el dolor tocara fondo. Salió de la casa y se refugió en su torito. No quería comer. No entendía lo que pasó. Nadie en el pueblo le dio razón. Lo miraban condescendientes.

Los años pasaron. Viejo, Lapo, seguía caminando y se paraba en el lugar donde antes hubo una casa que albergó a una mujer bonita, su mujer bonita.

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