Opinion

SERAPIO

By Despertar de la Costa

February 15, 2024

A mi hija Paloma

Jorge Luis Reyes López

Lapo tiene hábitos poco comunes para las circunstancias de un Zihuatanejo antiguo. Con frecuencia lee libros de contenidos variados: Medicina natural, historia universal y literatura. Tiene la visión para unir lo antiguo con lo moderno, haciendo sus cuentos y conversaciones más coloquiales.

Una ladrera despertó al abuelo. Por la calle lodosa se oía un ¡Arre, arre! Desganado se paró y abrió la puerta de madera. La noche anterior había llovido. Vio borrosamente la imagen de una mujer montada en un burro prieto, seguida de seis perros. Iba a horcajadas, llevaba puesta una chaqueta de mezclilla, y en la cabeza un sombrero plano de ala ancha. Sobre su mejilla izquierda caía un rizo castaño que la hacía verse graciosa, casi dulce, su cara de niña bondadosa adornada por dos hoyuelos en sus mejillas hacía que resaltaran esos grandes ojos negros dando a su rostro una imagen coqueta, ingenua, infantil.

De la cabeza del juste colgaba una funda de cuero donde reposa un machete. El burro iba soltando pajoso sobre el lodo mientras caminaba en dirección a la salida del caserío. ¿Cómo pude tardarme en reconocer al jinete? Se preguntó Lapo.  ¡Es María Jalisco! Durante el periodo de lluvia las calles se convertían en lodazales. Los orines de vacas, chivos, burros, caballos y cuches concentran un olor penetrante. Los padres tenían una ocupación poco exitosa al tratar de evitar que sus hijos pisaran el lodo descalzos. Los chiquillos disfrutaban de jugar en ese lodacero, atascándose hasta los tobillos. Se divertían metiendo y sacando el pie, haciendo figuras caprichosas, celebrando el ruido opaco y ventoso que acompañaba al pie cuando lo sacaban del lodo.

Diversión extra vivían cuando lograban embaucar a cualquier ingenuo para que pisara charcos con orines. Eso, precisamente es lo que los padres querían evitar, porque el riesgo de que los chamacos se infectaran de gabarros era muy alto, aparte de las molestias que padecían los muchachillos. El abuelo no recuerda cuando llegó María Jalisco. ¿Por qué vivía sola? se preguntaba. Era una mujer trabajadora, platicadora y atrabancada. Hacía de su vida lo que quería. Tal vez esa era la razón por la que andaba sola.

El abuelo esperaba la visita de un añejo amigo con el que se carteaba dos o tres veces al año. Era un militar revolucionario, ya retirado con el que se conocían desde su juventud. Su amigo vivía en la capital del país, y viajaba por carretera haciendo escala obligada en Acapulco y ahí cambiaba de autobús. Su amigo llegaría en un carro de la sociedad cooperativa Hermenegildo Galeana, coloquialmente conocidos por la población simplemente como la cooperativa. Vehículos colorados con canastilla en el techo; trompudos.

Se trataba de un viaje cansado donde la mayor parte del camino era terracería. Durante el viaje había que tener paciencia. La cooperativa paraba constantemente para que subieran o bajaran pasajeros variopinto, algunos pagando con cualila entreteniendo más al chalán. En la canastilla se veían belices de lámina que reflejan los rayos solares, hay cartones amarrados con mecahilo para asegurar su contenido. Los costales de elote tienen cocidos la boca con aguja de arrea. Adentro todos los asientos ocupados y en el pasillo se apretuja la gente, unos cargan gallinas otros guajolotes, frutas silvestres o cultivadas.

Serapio se ríe al recordar un rancio chiste que ilustra una situación parecida. Se cuenta de una viejecita sube a un autobús repleto de pasajeros. En las manos lleva una bolsa a la altura de la cintura y su intención es alejarse de la puerta de entrada y llegar al fondo del autobús, aproximándose a la puerta de bajada. Avanza protegiendo la bolsa al tiempo que dice “cuidado con los huevos”. Los pasajeros parados se esfuerzan por dejarla pasar. Finalmente el éxito corona su esfuerzo, colocándose frente a la puerta de bajada. Un curioso pasajero le pregunta: “¿Abuelita de verdad trae huevos en la bolsa?”. Con burlona mirada le responde: “¡No hombre, traigo agujas!”. Lapo sigue riendo mientras acomoda el escaso mobiliario de su torito. El carro llegará frente al hotel San Pablo, en el centro. De ahí su amigo caminará con su uniforme de capitán primero, cargando su beliz de cuero hasta llegar a casa de su hermano, a la vuelta de la calle donde vive Lapo. Ahí descansará para después visitar a Serapio. El viejo militar revolucionario viste impecable con su uniforme de capitán primero: Tres barras doradas, horizontales y brillantes sobre cada hombrera dan fe de su grado. El uniforme de color caqui del que trae anudada una corbata del mismo color. Un gorra con visera en la cabeza; lentes oscuros y unos zapatos negros, brillantes. “¿Cómo le hará para conservarlos luminosos en estos días de lluvia?”, pensó el abuelo.

Lapo apartó estos pensamientos y regresó a la imagen de María Jalisco. Zihuatanejo es afortunado con la presencia de las Marías que le dan un toque peculiar a la rutina diaria. Al otro lado de la laguna de Las Salinas vive María Sandoval, mujer luchona conocida por su capacidad para comer y tomar refresco. Como diría Othon Zamudio de La Unión: ¡Esa pringa y un bule de agua! En el centro vive María Pérez, una mulata madre de Víctor Solano, de Carmelo y de la Negrita de la Noria a la que le cayó un rayo, estando lavando en los lavaderos de la Noria, justo después de afirmar que de no ser cierto lo que platicaba que le cayera un rayo y vaya que le cayó. María Bizencio, domiciliada en la llamada calle principal. Ella inició las pastorelas en Zihuatanejo. Por las noches vendía tacos y enchiladas. María Pineda, hermana de Gildardo que compartía con ella la vivienda, madre de Elfega Pineda y abuela de la dinastía Aburto Pineda, aunque ese segundo apellido debe ser Orbe. Una de las primeras comerciantes. María Landa viviendo en el centro, en la calle principal, también de oficio comerciante. Lapo fue testigo ocular de un gratis espectáculo que llenó de alegría pícara a los mirones ocasionales. Un burro carreteando a una pollina tratando de alcanzarla para montarla. En su huida, el cuadrúpedo llega hasta el puesto de María Landa que tiene la mediagua llena de mercancía en unos rústicos exhibidores de madera y con pendientes escalonadas separadas por cejas de madera en forma horizontal.  Es ahí donde el garañón alcanza a la perseguida y para desgracia de María, muebles y mercancías ruedan al suelo pisoteados por la loca pasión de los jumentos mientras mujeres y hombres armaban un guateque adornado con aullidos, chiflidos, carcajadas y frases de júbilo. Y qué decir de María Farfán, otra luchadora popular. Serapio sigue quitando polvo y acomodando sus libros.  La posibilidad de que su amigo le trajera un libro lo alegró. Después de comer estaba aprensivo, no había señales del capitán. Calculó que ya debería haber llegado. Decidió salirse del torito y sentarse en la mediagua de la casa y desde ahí otear la esquina derecha por donde espera ver aparecer al visitante. Resuelve chupar un cigarrillo para estar más sosegado. Entra a su casa buscando cigarros, nada encuentra. Ni cigarros Alas Azules ni cigarros Alas Extras, entonces se va sobre la bolsa de tabaco picado que cuelga del techo junto a un manojo de hojas de maíz y sale. Corta la hoja de maíz para envolver el tabaco, luego pasa la lengua usando la saliva como sellador de la envoltura.  Lo mira satisfecho y se mete a la cocina de la casa de su hija donde encuentra un tizón en el fogón de la chimenea, lo saca acercándolo al cigarro y chupa hasta ver una brasita en la punta del mismo. Regresa a su silla inundando de humo la casa. Al llegar a la mediagua gira la vista a la derecha y respira contento al ver al militar que viene a su encuentro con un bultito en la mano que Lapo cree es su regalo. Se abrazan calurosamente. El visitante extiende el brazo y le dice “¿Cómo la ves Lapo? Toma tu libro”. El abuelo se mesa la cabeza con la mano derecha y fiel a su costumbre, se sacude la gran oreja derecha. Agradecido y emocionado, lo recibe. Los amigos pasan al torito. Empieza una larga conversación sin rumbo fijo. Del contenido de sus cartas, pasan a las novedades nacionales, y a pasar lista de presente y de ausente de los conocidos y comunes amigos. Está llegando la hora de terminar este primer coloquio y Lapo trae una carcoma que se alimenta de la duda de manera que decide sacudírsela. Juan, le dice, en tu última carta que me enviaste, la firmas con otro apellido, diría modificado ¿Qué sucedió?. Riéndose, el revolucionario le da una cariñosa palmada en el hombro al abuelo y le dice: En una de mis batallas me encontré con mi general Álvaro Obregón. Me preguntó mi nombre. Juan Oregón, mi general,  le respondí. ¿Porqué es usted Oregón?, siguió preguntando y abundó: “Nosotros no somos Oregón, somos Obregón” y ordena: ¡Cambie el apellido y use el correcto! Pero mi general, esta sería la segunda vez en hacerlo. ¡Explíquese!, resongó el general. Mire, antes de ser Oregón nuestro apellido era Orejón. Nunca sé cuando lo abandonamos por el de Oregón. ¡No importa que estés orejón, cámbialo!, ordenó mi general. Lapo, y tú sabes que donde manda capitán no gobierna marinero. Los amigos se paran sacudidos por espasmos de risa que luego pasan a francas carcajadas. Cuando controlan su hilaridad el abuelo dice ¿Oye Juan, qué pasará con tu familia aquí? Mira Lapo, a mi hermano no creo que le interese, pero quizá sus hijos o nietos tal vez…tal vez. Y sí, si lo hicieron algunos. Por lo menos los Obregón Núñez, sí.