Jorge Luis Reyes López
Es alegre. Tiene chispa. Está lleno de vida, animado. Parece carne seca: en cualquier gancho se atora. ¿Quién es? No estoy lanzando una adivinanza. No es así, solo son los recuerdos que mi mente no reproduce con claridad. Tal vez sea la causa los tantos años que han pasado sin mirar en el pueblo a ese calentano vivaracho. Las mangas de la camisa son largas. Bien podría creer que era para protegerse del sol. Quizá la razón fuera otra, y se llama Mal del Pinto. Muchos calentanos lo padecen. Las manchas blancas en la piel, cerca de sus labios, lo mismo que en sus manos, hacen evidentes los efectos de la infección originada por una bacteria. El caso es que su piel prieta, salpicada con lamparones blancos, hacía pensar en un contraste retinto. Esos charcos claros le aparecieron hecho ya un hombre. En su juventud, la piel afectada le cambiaba de color: rojo, marrón, azul pizarra, para finalmente quedar nívea. Esas islas de color en su cuerpo no distraían su optimismo permanente. Deambulaba por veredas, callejones y calles de Zihuatanejo con desparpajo. Cuando pasaba frente a las tiendas, ofrecía sus servicios de empleado todoterreno. Las mediaguas utilizadas para mostrar frutas y legumbres ofrecían una escala en su ruta, donde podía comprar un trago de tequila Viuda de Romero, botella sencilla que circulaba en el mercado desde el año de 1852. La picardía natural, acicateada por el tequila, se convertía en una fogata de ideas y ocurrencias. Con displicencia, casi con indiferencia, empujaba el sombrero de palma ligeramente hacia atrás, descubriendo el ensortijado pelo negro que abundantemente poblaba la cabeza. Exhalaba un prolongado “aaahh” de aprobación al sabor de la bebida. Con el dorso de la mano limpiaba sus labios; satisfecho, seguía su rutina sin rumbo. Porque su rumbo era ese: caminar sin rumbo. Los puestos tequileros, igual que los mezcaleros, no eran escasos en esos ayeres, ofreciendo la oportunidad de que Antero tuviera más escalas que atizaran la lumbre que traía consigo. En línea recta, las últimas tiendas antes de llegar a la playa estaban en esquinas, frente a frente. Su rumbo sin rumbo consideraba una visita a cada tienda, aunque la ruta del día no terminara ahí. El pueblo ofrecía diferentes maneras para ocupar su tiempo. Unas veces era necesario darles mantenimiento a los huaraches. Si se reventaba la correa, había que graparla. Los recovecos del pueblo eran sus cómplices silenciosos. Ahí dormía o terminaba de emborracharse. Los momentos de soledad los disfrutaba. Decía que se sentaba a mirar su vida. Cerraba los ojos y dejaba que las imágenes de su existencia llegaran solas.
Así podía pasar el tiempo sin que le importara nada. A veces aparecía en su rostro una sonrisa fugaz o una lágrima solitaria. ¡Mal haya con esta memoria! Solo recuerdo fragmentos de aquella jornada. Había un jaripeo en Las Salinas. El corral estaba hecho con postes y morillos que servían como cercas. La puerta se aseguraba con una tranca. Los toros que se montarían eran criollos. Pero había uno de raza cebú, de color barroso, con una gran joroba de grasa que lo hacía ver amenazante. La pandilla de Antero estaba presente: Alberto Ávila, con su continua ebriedad —el rostro solemne no se perdía ni cuando sonreía—, y Jesús Oregón, La Chiva, envuelto en un estado de felicidad permanente. Claramente, Antero Alemán era el que llevaba el ritmo de las acciones, haciéndolas tolerables, deliciosas. Algo pasó en su cabeza. ¿Cómo explicar su locura? Al cebú decidieron no montarlo. Tenía mala fama. De última hora prefirieron soltarlo en el corral para que los espontáneos que se animaran lo capotearan como pudieran. Pasando por entre los morillos a horcajadas, el calentano cruzó el corral, corriendo directamente hacia el cebú. En la mano, un costal de jarcia a modo de capote. Cuando la muchedumbre lo vio, alzó la gritería, alarmados por tanta osadía ante un peligro cierto. La sonrisa no le desaparecía mientras, decidido, bajaba el ritmo del paso para convertirlo en trote, gritando: “¡Aja, aja, aja bonito, ya llegó tu padre!”, al tiempo que revoloteaba el costal. El toro no se movía. Lo miraba, solo lo miraba. Lentamente empezó a bajar la cabeza. El torero improvisado, casi caminando, hacía caracoles con su cuerpo, haciendo olas con el costal al aire. Luego se paró. Fue entonces cuando el animal embistió. Ágilmente, El Pinto evadió el ataque moviéndose de costado, pero los cuartos traseros del cebú lo arrojaron al suelo salitroso. Enredado en el costal y sin sombrero, así, hecho un manojo, intentó pararse. La cosa es que el barroso ya había girado y atacaba de nuevo, encontrando al calentano sin defensa. Llegó franco el cabezazo. Justo antes de que se produjera el impacto, el hombre agarró los cuernos de la bestia, que, presa de ira, sacudió la testa, botando al intrépido. Dos lazadores saltaron al corral con lechuguilla en mano; se movieron cubriendo los dos costados del burel, al tiempo que lanzaban la reata a los cuernos. Lograron su cometido, aunque sus fuerzas fueron insuficientes para controlar totalmente al animal. El toro se fue sobre el cuerpo tirado, golpeándolo con la frente, en tanto el bulto giraba para amortiguar las embestidas. Así pasaron segundos que parecían horas, mientras más lazadores se sumaban hasta dominar la fuerza del astado. Ese camarada quedó molido y asustado por un rato. Sus compinches se acercaron con tequila en mano para brindarle consuelo. Abrazados los tres se dirigieron a la mancebía más cercana. Ninguno por separado, ni juntos, traía el capital necesario para cubrir los honorarios que exigían las damas del lugar antes de brindar sus servicios. Seguramente ellas no lo harían, aunque les pudieran pagar. Nada importaba. La trinca seguía caminando, acortando la distancia con la Estrellita del Sur, guiados por una lucecita que parpadeaba en la punta de una vara, dando la sensación de estar en el aire una luciérnaga, un churrupitente. Llegaron hasta la entrada. Ahí formaron un corrillo, apartados de los parroquianos. Así los encontró el amanecer.
Años pasaron, y el Tigre, como le decían sus cercanos, desapareció de las calles del puerto. Se extrañaba su presencia en tiendas y cantinas.
Un bullicioso grupo de mozalbetes y varones jóvenes viaja a Barrio Viejo. Van invitados a una huerta de cocoteros situada frente a la playa, de cara a la piedra solitaria, ese macizo rocoso en el mar no tan lejos de la tierra firme. Ahí, el huertero que los recibe les da una grata sorpresa. Todos gritan a una voz: “¡Antero, Tigre, aquí estás!” Sobrio, vigoroso, el huertero a todos abraza. Llegada la hora de los sagrados alimentos, los visitantes satisfacen su estómago plenamente. En largos tablones que funcionan como mesa, hay platos humeantes conteniendo caldo de gallina preparado al estilo calentano. Los tiempos habían cambiado, había máquinas para hacer tortillas, pero ese día la chamacada comió también tortillas hechas a mano.
Sí, cómo han cambiado los tiempos.
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