Jorge Luis Reyes López
Lapo lleva tiempo pensando en algunas personas que ya no están. Mentalmente ha repasado nombres de mujeres y hombres que dieron de qué hablar, de qué reír, de qué pensar. Esboza una maliciosa sonrisa cuando reproduce mentalmente la novedad popular de que en el centro de Zihuatanejo espantaban. Las anécdotas populares ligadas a los misterios se ponían de moda de vez en cuando. Ahora resulta que, a la medianoche, de entre los retorcidos callejones que se encuentran a una cuadra de la playa principal, una mujer flota en lugar de caminar. Siempre sale a medianoche, y del mismo callejón. La ruta que sigue es la de todas las noches. Saliendo del callejón que hoy se llama Pedro Ascencio, continúa por otro callejón, ahora denominado Agustín Ramírez, y al llegar a la orilla del pueblo, calle Vicente Guerrero, doblaba a la izquierda hasta perderse en la oscuridad. Los noctívagos no tenían arrestos necesarios para seguirla, y las miradas curiosas que, fortuitamente, la observaban desde la seguridad de sus viviendas, solo se santiguaban. ¡Pero qué casualidad que eran mujeres la mayoría que la veían! Serapio volvió a sonreír. La descripción, con ligeras variantes, era la misma: mujer con el pelo abundante, suelto. Vestido blanco o camisón blanco largo; los pies no se le veían. No hacía gestos ni ruidos, solo flotaba en la misma ruta. Curiosamente, la veían salir a medianoche; no decían de dónde salía, tampoco decían si regresaba o no. Pueblo chico, infierno grande, se dijo Lapo para sus adentros. En el fondo, el chismorreo tenía luces de veracidad. La mujer no flotaba, caminaba: el camisón blanco —que no vestido— arrastraba la orilla en el suelo; sí traía el pelo suelto, y sí caminaba en la dirección que el populacho murmuraba, principalmente mujeres. Los hombres ya lo sabían, pero como buenos caballeros, callaban. La cosa era simple y terrenal: una cita clandestina entre vecinos conocidos. Eso era todo.
Serapio pudo percatarse de que había sucumbido a la tentación de la intriga, desviando sus pensamientos de lo que verdaderamente le interesaba: encontrar dos personas coincidentes y antagónicas al mismo tiempo. Recorría nombres y apariencias físicas. Finalmente consideró que había logrado su propósito. Pillo, el Pelícano Gutiérrez, y Adrián, el Gancho Leyva, le parecían semejantes y dispares. El Gancho, descendiente de familias pudientes, era dueño de una fracción de la hacienda de La Puerta, que había adquirido para sí; el Pelícano, de linaje humilde, llegó a Zihuatanejo huyendo de las vendettas serranas. Tanto el Gancho como el Pelícano tenían una inclinada predilección por el mezcal y el tequila. Los dos debían su apodo a la peculiar nariz que enmarcaba su rostro. Diríase que las napias eran aguileñas, cada una con sus asegunes. Uno no requería obligadamente vender su fuerza de trabajo para comer. El otro, si no lo hacía, tendría dificultades para llevarse algo al estómago. Tanto el pudiente como el menos favorecido vivían su vida como si fueran solteros, sin otra responsabilidad que no fuera la que vivían para ellos mismos. Cuna rica y cuna humilde. Por sí solos, cada uno representaba una etapa de la vida social del Zihuatanejo antiguo. Al Gancho le expropiaron sus tierras para incorporarlas al desarrollo de Ixtapa, borrando del mapa urbano el nombre de La Puerta, que era el que tenía la hacienda, y que por derecho le pertenecía continuar sosteniendo. Cierto que uno de los rincones de esa zona se llama La Puerta, solamente que está fuera del polígono donde se construyó la vida hotelera y comercial. El Pelícano no perdió bienes materiales. Con el tiempo perdió fuerza física, sin mermar su fuerza de voluntad. Entre su casa y el mercado estaba la ruta que le aseguraba ganar el dinero para alimentarse y adquirir lo necesario para que su paladar no se quejara por la ausencia de un trago de tequila o de mezcal. De repente le salía lo poeta y deleitaba a los compinches al pronunciarlos con su reconocido acento nasal, provocando carcajadas y risas pícaras. Todavía algunos habitantes recuerdan esos versos.
Con el paso del tiempo, la figura del Gancho se desvaneció; se hizo menos asequible al común de los pobladores del puerto. Simplemente dejó de verse. Solo rumores alimentaban su destino. A veces algunas voces lo situaban fuera de Zihuatanejo, fuera del estado de Guerrero; más atrevidos, queriendo ser más precisos, otros lo situaban en el estado de Puebla.
El Pillo Gutiérrez se quedó en la memoria comunitaria más tiempo. Más longevo. Más coloquial. Caminando por las calles, sobrevivió a la década de los setenta. Su mundo no se perturbó con los cambios urbanos vividos en el pueblo. En sus manos, la carretilla avanzaba empujada con decisión, con voluntad. El sombrero no abandonaba la cabeza ni un instante. Esté sentado o caminando. Platicando o andando en solitario. Vivía “al otro lado” de la “carretera”, así conocían al viejo camino pavimentado que venía del antiguo aeropuerto y entraba formando una curva alta en lo que hoy es la esquina de las calles Cuauhtémoc y Altamirano. Había que subir o bajar, según el caso, para incorporarse al centro o salir del mismo. Con el paso de los años, toda la zona lacustre fue transformada, elevando los niveles originales del pueblo hasta alcanzar el nivel actual. Entonces la curva desapareció, no así el Pelícano Gutiérrez. Pillo, su nombre abreviado, seguía recorriendo la ruta que de su casa lo llevaba al mercado central, y una vez terminada su jornada, de vuelta a su casa. No siempre era acompañado por la carretilla; con o sin ella, el Pelícano caminaba con lentitud. Parecía que el cuerpo se adelantaba a los pies como queriendo provocar un tropezón.
Zihuatanejo es ahora una ciudad donde sus calles y sus callejones son transitados por ciudadanos del pasado que están presentes en cada esquina, en cada acera. Solo es cuestión de saber reconocerlos, y entonces usted podrá tener una amena conversación con Adrián Leyva y con Porfirio Gutiérrez Espinoza.
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