JORGE LUIS REYES LÓPEZ
El barrio de Los Hermanos, poco a poco, fue creciendo. Ese territorio que empezaba en el Palo Blanco dentro del potrero de Tomás Zúñiga se extendió hasta llegar a una orilla de Las Salinas. Después, sepultado y olvidado el barrio de Los Hermanos, fue sustituido por el nombre de la colonia Emiliano Zapata, más fácilmente identificada como La Zapata. La razón del nombre del barrio obedece al hecho de haberse establecido ahí los primeros Testigos de Jehová en el puerto de Zihuatanejo. Al expandirse la zona habitacional, se produjo un champurrado urbano, principalmente entre Las Salinas y La Zapata. Ahí vivieron algunas personas singulares como lo fueron Balajú y el Masito.
Balajú, un empedernido aficionado a la pesca desde el viejo muelle, iba y venía desde el barrio de Los Hermanos a la Playa Principal. La pesca era de cuerda con anzuelo y carnada. Otro recurso era la creación artesanal de la araña: cuatro anzuelos, todos del mismo tamaño, colocados de espaldas y atados con hilo que se apretaban dando vueltas desde el ojo hasta llegar cerca de los garfios. Así se pescaba sin carnada. Estaba diseñado especialmente para pescar tirando la araña a la mancha de ojotones que se movían como una nube submarina. Tirando y jalando la cuerda, de seguro un ojotón ya venía ganchado, aunque la experiencia apuntaba a un mínimo de dos peces. Balajú, al igual que otros pescadores del muelle, se protegía el dedo índice con el que se tiraba con violencia repentina la cuerda, haciendo que el manojo de anzuelos atrapara a los ojotones. Ese jalar constante y furioso tenía un riesgo: la cuerda, poco a poco, cortaba la piel del dedo y más adentro. Atendiendo a sus necesidades, posibilidades e imaginación, cada pescador hacía su dedal. Algunos tenían cartón liado, otros pedazos de hule de cámaras de bicicleta o de llanta. La cuestión era evitar chimarse el dedo. Balajú nació con una limitación congénita. Una de sus piernas estaba encogida, de manera que su caminar era un sube y baja. Delgado y no alto. Siempre con sombrero y huaraches. La barba crecida, entrecanosa, cubría un rostro que parecía bien perfilado. Era un hombre absolutamente popular, no solamente entre sus pares pescadores. Su fama rebasó al territorio de su barrio y se esparció en el pueblo. La frase “Ay papá, soy niña” quedó acuñada en el anecdotario urbano y patentada por la población como sinónimo de Balajú. No se queda atrás la respuesta cuando le preguntaban: ¿Qué sacaste? “¡La cuerda mojada!”, respondía. Balajú se retiraba del muelle, no siempre con la cubeta llena de pescados. Lo que sí llevaba era el ánimo bien puesto para regresar al muelle al otro día. Enfilaba por entre las orillas del caserío. Entre atardecer y oscurecer llegaba a su barrio; ahí era bien recibido en el hogar formado por Isaías y Bernabé. Después de cenar, se iría a la hamaca. Dormiría en paz y amanecería listo para hacer lo que tenga que hacer, y antes de que el sol se oculte, el viejo pescador estará fiel a su cita en el muelle.
El barrio de Los Hermanos, La Zapata, tuvo en su seno a otro distinguido varón. No tenía inclinación por la pesca. Delgado y bajito. Su piel morena hacía un armonioso contraste con el color blanco de la tela de manta con la que estaba hecho el calzón-pantalón, que lo ceñía con cordones largos, suficientes para que le dieran vuelta a la cintura antes de ser cuidadosamente amarrados. En sus pies, huaraches de correa. En la cabeza, un sombrero sujetado por un barbiquejo, al que algunos lo llamaban borboquejo o barbijo. Su voz era… ¿cómo decirlo? Como cuando a alguien le apachurran el pescuezo. Por muchos años le otorgaban el apellido Oliveros sin serlo. La confusión se debió primordialmente al hecho de que sus hermanos de madre sí eran Oliveros. Irinea Sánchez procreó con Zacarías Oliveros Valdovinos a Florentino, Pablo y José Oliveros Sánchez. Siendo prietos los Oliveros, era fácil suponer que nuestro personaje, prieto también, pertenecía al mismo linaje que sus medios hermanos. Mauro, que así se llamaba, era en primer apellido Pineda. Difícil saber quién le encasquetó el sobrenombre de Masito; resulta igual imaginar, al menos, la razón del apodo. Para los costeños, Masito es un pisto, un pedacito. Se dice con cariño de algo pequeño. Al hombro traía una tirínche. A veces se liaba un paliacate rojo alrededor del cuello. Verlo caminar por el pueblo, sin preocupación alguna, era rutinario. Hombre pacífico, hasta cuando el alcohol lo alegraba. A buena tequila, el Masito no le arrugaba la cara.
Zihuatanejo creció. Se hizo cosmopolita, dirán los eruditos, y el crecimiento trajo el olvido de aquellos ciudadanos, mujeres y varones, que sostuvieron al viejo pueblo permitiéndole alcanzar un carácter de destino turístico prestigioso.
Estén donde estén, Balajú y Masito seguirán, seguramente, amando al puerto. Uno con su caminar desigual, yendo y viniendo de La Zapata al muelle, y el otro caminando al centro y regresando a su terruño.
La tienda de María Pineda, atendida por su hermano Gildardo, ya no está. Era uno de los lugares preferidos donde Masito paladeaba el tequila o el mezcal. El progreso la sustituyó por un negocio de alimentos, casi frente al gran edificio blanco que se encuentra en la esquina que forman las calles de Ejido y Cuauhtémoc, en el mismísimo centro de la ciudad, en el corazón palpitante de tráfico vehicular y peatonal. Ahí, el Masito se sienta, se acomoda el sombrero, carraspea antes de pegársele a la botella de tequila, saboreándola profundamente, mientras, con la mano, busca entre la jícara de cirián un pedazo de limón que lleva a la boca para chuparlo como un refine tequilero.
About Author
Tambien Te Puede Interesar...
-
Reforma orgánica de la UAGro: Fortalecimiento Institucional y Académico
-
Para llegar a impartir justicia no existe la curva del aprendizaje
-
Cuantiosa derrama económica directa a la mitad de guerrerenses
-
Permanece la deuda histórica con el estado de Guerrero
-
La República Mexicana nació en Guerrero – Tinta Jurídica