Jorge Luis Reyes López
La Cuacharra caminaba con dificultad, arrastrando la pierna izquierda. Su cara, salpicada de cicatrices, herencia de la viruela, parecía la piel de un molcajete, o al menos eso murmuraban los del pueblo. Imposible mirar con el ojo derecho: un nubarrón se apoderó de la pupila, llenándola de sombra espesa, aniquilando cualquier posibilidad de distinguir, aunque sea sombras. Estaba fatigado. Buscaba dónde descansar bajo la sombra de lo que fuera. Si no fuera porque estoy tuerto, rengo y picado de la cara, sería picudo. Muy picudo. Soy alto y fuerte. Mi rostro es el de un hombre bien parecido. Yo sé que mis ojos verdes son especiales para las mujeres. Tengo con qué hacer feliz a cualquier mujer, pero sigo soltero. Pronto cumpliré los 24 años y todavía no sé lo que es tener una chamaca en la cama.
Frunció el ceño con alegría al divisar una frondosa parota, con unas raíces vigorosas que se extendían por encima de la superficie. Bien podré alagartarme y usar como almohada una de esas arterias poderosas que le dan vida al árbol. Cuando llegó al tronco, se recargó en él. Sus espesas cejas de color negro formaban un arco perfecto que servía como marco a los ojos. Uno se veía más claro por las largas y chinas pestañas que lo protegían del polvo y la suciedad, actuando como filtros, y a la vez le daban un aire amable y coqueto. La Cuacharra seguía repasando su físico, tratando de encontrar respuestas a su infortunio en amores. Mi pelo es negro, rizado y tiene un brillo sedoso. ¿Será mi timidez para comunicarme con las mujeres? Soy el más alto del pueblo. Los brazos y la pierna derecha tienen músculos bien marcados. El estómago plano y el pecho prominente. ¿Entonces qué? Claramente distingo la jiribilla de los hombres cuando me dicen Cuacharra. No he escuchado a nadie explicar esa palabra, es como si estuviera en desuso. Mi madre, la única que conocí, jamás me lo dijo. No quiso o no sabía. Me suena como si fuera excremento.
Con buen ánimo, se resbaló por el tronco hasta llegar al suelo. Se acomodó mirando al follaje verde que, como techo natural, le obsequiaba una sombra fresca. Desde que tuve conciencia de que las cicatrices de la viruela se verían menos, traigo la barba crecida. ¿Y si me rasuro? Total, solo debajo de los pómulos y alrededor de la nariz estoy marcado. Aunque seguido me baño, la ropa que me pongo parece de pordiosero. Entre las ramas distinguía las parotas enfundadas. Desde abajo, parecían ramas llenas de orejas. Recogió del suelo una y la vio con cuidado. La apergolló con fuerza, cerrando el puño. La presión de los dedos pronto logró expulsar las primeras semillas. Mis manos son poderosas.
Clarita tendría alrededor de 30 años. Era hija única del rico del pueblo. Debajo de su vestido azul, se advertía una figura agradable. Cuando quería, se ponía atrás del largo mostrador de madera para atender a los tantos clientes que acudían a la tienda Nicasio, su padre. Esa mañana se le notaba alegre. Su piel era blanca. Orejas pequeñas correspondían a una boca breve de labios carnosos; atrás de ellos, unos dientes blancos y uniformes refulgían en cada sonrisa. Era más que guapa. En el pueblo, las malas lenguas decían que no le gustaban los varones. No afirmaban otra cosa. Solo eso.
El padre, tiempo llevaba deseando ser abuelo. Desde que quedó viudo, toda su atención la tenía Clarita. Quería verla casada, conocer nietos antes de morir, con la tranquilidad de que su capital quedaría en buenas manos, seguro de que su hija tendría quien la cuidara, y aunque fuera en segunda mano su apellido, no desaparecería, no al menos con su muerte. Ya no quería lo mejor para su hija. No desde un punto de vista material. Ya estaba grande él, tanto como su pequeña. Ahora solo deseaba intensamente que Clarita se casara con un hombre de buen corazón, trabajador, que la respetara y cuidara. Parecía que ese día él no lo vería. La muchacha no tenía para cuándo. No eran ajenos a sus oídos algunos comentarios malintencionados dichos por algunas mujeres de la localidad.
Arrastrando la pierna, la Cuacharra llegó a la tienda de Nicasio; su cuerpo opacó la luz que inundaba la tienda. Clarita, agachada atrás del mostrador, buscaba una cacerola de peltre, pero percibió la ligera alteración que sufrió la iluminación del negocio. Intrigada, se enderezó y vio a un corpulento andrajoso que no se movía del quicio de la puerta. —¡Adelante! —lo animó. La Cuacharra, a contraluz, no podía distinguir bien. Su voz le sonó dulce, tan dulce que sintió un rato y ligero punzete en la cholla. De por sí trabajo le costaba caminar, y con esta voz tan armoniosa más dificultades tenía para moverse. No quería que la mujer pensara que se había achicolapado. Caminó y se plantó frente a ella. —¿Qué deseas? ¿Qué te vendo?—. Como respuesta, el dedo índice de la mano derecha de la Cuacharra apuntó a un vitrolero atiborrado de canicas y caicos envueltos en redes como si fueran bolsas. —¿Chicas o grandes?—. Ahora usó los dos dedos índices para responder que quería una y una. ¡Extraño hombre! Si se rasurara y vistiera mejor, se vería interesante. Desde ese día, la Cuacharra era cliente asiduo. Clarita lo esperaba con impaciencia.
La boda de la hija de Nicasio reunió al pueblo. Había matado dos vacas, tres cerdos y cuatro chivos. ¡Faltaba más! Clarita se casó con un hombre joven y bien parecido. Ella, elegante, vestida de blanco, resplandecía jubilosa. A su lado, sentado, un apuesto joven picado de viruela lucía una nivia sonrisa. El muchacho ojiverde miraba de reojo a la novia. En silencio, sin emitir palabra alguna, la Cuacharra recibió los parabienes. Ningún sonido escapó a sus oídos, capaces de registrar el más tenue susurro. La fiesta había terminado, y en la solariega casona solo había vida en una recámara. Solos los novios, se entregaron a su pasión. Amorosa, la novia musitaba elogios al oído del ya esposo. Este solo asentía o negaba con la cabeza. Clarita, extenuada por el ajetreo festivo y por el combate amoroso, exclamó casi durmiéndose: —¡Mi felicidad es grande! ¡Tu ausencia de voz corona mi vida!
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