Jorge Luis Reyes López
La mediagua o corredor de las viviendas locales son bien aprovechados de diferentes maneras por los habitantes de Zihuatanejo. Ahí se puede sestear cuando se busca refugio, huyendo del calor solar. El techo es seguro y confortante. Los dueños de las viviendas saben y aceptan que, sin dejar de ser un bien privado, también está al servicio de los pobladores del puerto, lo mismo que de los visitantes.
Cuando los arrieros bajan cansados, al llegar al pueblo tienen claro qué mediagua, de qué casa, los hospedará sin pago monetario de por medio. No solo tendrán techo seguro ellos y sus animales, compañeros de viaje; tendrán agua, y nunca faltará la educada invitación a echarse un taco con la familia costeña. Por las noches, los corredores cobran vida llenos de conversaciones; intrigantes unas, fantasiosas otras, matizadas con una realidad y honesta crudeza. La noche ofrece un variado menú de sensaciones y emociones. Los sentidos parecen estar más atentos. El oído se vuelve más fino, distingue con claridad los ruidos de las cigarras, los cantos de los tecolotes, los cambios de velocidad que tiene el viento. Las limitaciones de la vista fortalecen al oído y al olfato. Las sombras que produce la flama del candil, empujado por la dirección del viento, son caprichosas, divertidas e imaginativas. La conversación nocturna con los arrieros se enriquece con la participación de la gente del pueblo, que no deja ir la oportunidad de escuchar novedades foráneas y una que otra ocurrencia.
Serapio tenía en los arrieros a los mejores proveedores para surtir su farmacia herbolaria, conocer nuevas enfermedades y sus curas. Se enteraba de algunas recetas novedosas para ciertas enfermedades, lo mismo que de la mejor manera de vencerlas. Esa noche se sentaría a platicar con Domingo, que además de arriero y yerbero, tenía el don de la conversación fácil y colorida. Eran conversaciones sencillas y transparentes, sin nada que ocultar. Entre ellos no cabía la posibilidad de que a alguno se le ocurriera darle atole con el dedo al otro. Lapo se actualizaba en el mundo de la herbolaria. Lo mismo pasaba con los acontecimientos sucedidos en los pueblos de la serranía, fueran buenos o malos: infidelidades que terminaban en tragedias; historias de seres misteriosos o de animales extraños. Domingo era un excelente conversador. El abuelo pensó que para saber lazar hay que quedarse con la reata. Ni duda cabe que el arriero lo sabe hacer.
Lapo llegó acompañado de dos jarros de barro, llenos de café de olla. Serían buenos estimuladores para refinar la charla. —Cuéntame, ¿cómo estuvo el viaje? Lo que pasa en esta época… A veces las lluvias te traen contratiempos. No solo es lo resbaladizo de los caminos de herradura, échale lo que hay que esperar cuando llegan las crecidas de los arroyos o ríos. Ya te imaginarás. En ocasiones perdemos mercancía y nos consolamos diciendo que lo que hoy se perdió, ya se ganará otro día. De vez en cuando nos invade el desaliento, como si recibiéramos una patada de mula en la boca del estómago. A pesar de los pesares, es un oficio que nos gusta y que nos da suficiente dinero para mantener a la familia. Seguido sucede que la noche nos atrapa en el monte, sea porque calculamos mal los tiempos, porque son caminos nuevos, o simplemente pasa cualquier accidente con los animales o con uno mismo. Entonces, ¿cómo piensas que dormimos en la negrura de la noche? Los ruidos de los animales te ponen nervioso hasta que aprendes a conocerlos. En esas noches dormimos como las liebres, con un ojo abierto.
—Hombre —terció Lapo—, no puedes negar ese sentimiento de libertad que te da dormir a cielo abierto. Fui arriero de mis propias mercancías, te entiendo bien. Como tú, aprendí a usar las yerbas por necesidad, cuando tenía que curarme o curar algún arriero que había contratado. Como tú, perdí mercancía, nunca por robo, aunque sí por accidentes del camino. Víboras que espantaban a las bestias y, a veces, hasta el animal se pierde junto con la carga. Ahí es cuando me decía: “Los dineros de San Cristán cantando llegan, y cantando se van”. Tú, Domingo, tienes fama de tener buen carácter; se oye decir que eres tan alegre, que hasta las penas las haces cantar.
—Cosas que inventa la gente, Lapo, no les hagas caso. La verdad es que este oficio exige carácter y sí, también buen humor. A propósito, hace un tiempo encontré a un hombre chaparrito que caminaba un buen trecho. Luego se regresaba, y así daba vueltas. Curioso, le pregunté que si algo le pasaba. Me respondió que un curandero le había dicho que tenía que caminar si quería crecer. Trabajo me costó no reírme. Seguramente algún yerbero se estaría riendo a sus costillas.
—¿Es cierto o lo inventaste tú?
—Así como te lo conté sucedió. Fue en Baqueta. El amigo recién llegó a vivir al pueblo y lo cabulearon.
—Eso tiene sus asegunes, Mingo. Un curandero no puede repicar y andar en la procesión. Bien sabes que el que no sabe es como el que no ve.
—Sí, pero en la vida hay malillas encajosos. Solo espero que no haya sido tan sinvergüenza y todavía le haya cobrado.
—¡Mira nada más! ¡Que estire las piernas a ver si crece un poco! Qué ocurrencias tan groseras.
—Amigo, a lo mejor el curandero amaneció con el día nublado, y así, cualquier cosa puede pasar. Porque sí, porque no. Humm. Yo vide otros casos más jodidos donde los enfermos, por errores de los yerberos, llegaron a verle los dientes a la pelona. Cerquita, muy cerquita de morir. Este asunto del chaparrito no pasó de ser una tarugada desagradable, pero no puso en riesgo su vida. Hagamos un supongamos: donde se le ocurre al yerbero tallarle la disípela con veneno de víbora, quesque así se aliviaría.
—¿Cómo? ¿De dónde? Soy maje, pero voy a misa.
—Imagínate lo que pasó. Luego, luego, la mujer empezó a sudar, empapó la ropa. Los labios se le pusieron cenizos. Al poco tiempo se apoderó de su cuerpo un temblor que no paraba. La piel de la disípela cambió de un color rojo a un verde pálido. El curandero se había equivocado. Tomó el remedio que no era. Pensó ponerle aceite de víbora, no veneno. Cuando supo lo que había hecho, cortó limones; les puso sal, y con cuidado talló la piel. Luego roció carbonato y de nuevo pasó el limón, exprimiéndolo poquito a poquito, levantando una espumal de la fregada. Las burbujas se veían verdes, como cuando limpias las monedas de cobre con limón y carbonato. Ansina mesmo. Pronto la mujer dejó de temblar. Después de un rato se durmió. Un año después la vi por la Barranca del Agostadero. La pantorrilla tenía la piel lisita, lisita. Ni señas de la disípela le quedaron.
A veces uno pasa en la vida como algunos que pasaron la escuela con maíz. Somos los arrieros tantas cosas. Vemos tanto como oímos. Cuidamos nuestras haciendas. Llevamos y traemos mercancías necesarias, mercancías novedosas, información buena y no tan buena. Seguido llevamos encargos y también los traemos. Nada, francamente nada, se parece al goce de llegar a tu casa con la ilusión de ver a tu mujer y a tus hijos salir corriendo de la casa para abrazarte cariñosamente. Así es la vida. Todo dura hasta que se acaba.