Jorge Luis Reyes López
La ausencia de energía eléctrica no resultaba inconveniente para que la comunidad sostuviera un ritmo de vida colorido, creativo, audaz, lleno de imaginación. Calles y callejones ofrecían una vialidad convergente para cuadrúpedos y bípedos: jinetes montando caballos, burros y mulas. Los puercos deambulaban durante el día. Las aves de corral ponían plaza a la luz del sol, recatadas cuando la oscuridad se acercaba. Chivos arreados por el pastor van expulsando bolitas. Todos, humanos y no humanos, comparten democráticamente el mismo espacio.
Los niños… ellos eran los verdaderos dueños de callejones, calles, patios y cualquier recoveco no siempre terrestre. El estero, a un costado de la escuela primaria Vicente Guerrero, facilitaba su aprovechamiento durante el recreo. Cuando salían del aula, la oferta recreativa se ampliaba a la playa, al patio de juegos propio del edificio escolar; el otro patio, habilitado como patrimonio escolar, era la calle que separaba al palacio federal de las aulas escolares, y que hoy en día es una prolongación de las calles Juan N. Álvarez. La escuela sigue siendo un centro escolar importante dentro de la comunidad de Zihuatanejo.
El vetusto edificio de piedra que albergaba a las oficinas federales de Hacienda, Correos, Telégrafos y Migración fue transformado en museo arqueológico. Al caer la noche, sus corredores eran muy demandados por los enamorados. Los escolapios los usaban como una vialidad para acceder a la playa en forma directa.
Los juegos impulsaban a chamacos ingenuos a quitarse las camisas, para evitar ensuciarlas o mojarlas de sudor. Ese era el momento esperado por sigilosos compañeros para fastidiar a los descamisados. Popular, muy popular, era “la galleta”, así llamado al acto de meter arena en un espacio de la camisa, hacerle doble nudo muy apretado, luego mojar la arena y el nudo en la orilla del mar, volver a darle otra apretadita, y dejar el problema servido para los dueños de las camisas cuando sonara el pedazo de riel utilizado como campana, anunciando el fin del descanso.
Entonces, el sufrimiento y enojo de uno por no poder deshacer el nudo originaba alegrías y risas en otro. No siempre se podía resolver el problema antes de retornar a clases; entonces, la indulgencia de los maestros ayudaba a terminar la jornada escolar con la espalda descubierta.
La parte que conectaba al estero con el mar era una línea que dividía las escaleras —que ahí están todavía, sin importar el tiempo pasado— de la playa firme, que en tiempos de lluvia arrojaba piedrillas de forma y tamaño diversos, que los niños usaban como el arsenal perfecto para cruzar misiles en una guerra manual de dos grupos antagónicos: unos parapetados entre las rocas y las escaleras, y los otros en el espacio abierto donde toreaban los proyectiles.
La cosa no paraba ahí, porque otros escolares competían individualmente para encontrar al campeón del día, dependiendo del número de “tortillas” que hiciera sobre la superficie del estero. Las piedras planas y de menor grosor eran las mejor valoradas para ser usadas en lanzamientos horizontales, que al chocar con la superficie líquida saltaban una, dos, tres y tantas veces como la habilidad y fuerza del tirador lo permitiera. El estero era pródigo, y la diversión no terminaba ahí.
Los mangles, con sus ramas largas y flexibles de abundante follaje, cuadraban con el espíritu aventurero y salvaje de muchos infantes. Imaginación alimentada por las épicas películas de Tarzán que proyectaban zíngaros, llamados húngaros por la población local. Subir a los mangles, encaramarse en las ramas y balancearse para besar el agua del estero, o brincar a otra rama, era diversión pura. Nunca faltaba quien equivocara el cálculo al saltar y, en lugar de asirse de otra rama, se estrellara en el agua, acompañado de sonoras carcajadas y burlas de sus camaradas.
Por cierto, ningún niño, adulto o habitante de Zihuatanejo conocía la existencia de la palabra “sanca”. Sanca la escribo con “s” y con “c”, porque la creación se puede recrear como mejor parezca.
En tierra firme, se jugaba casi de todo. Viejas llantas eran usadas cuesta abajo, con un chamaco haciéndola de rin. Al final de la pendiente estaban pequeños grupos de auxilio para detener la marcha de la rueda, atentos a cualquier accidente, que afortunadamente nunca fueron fatales, a pesar de los riesgos de morir desnucados.
Los turnos eran reñidos, porque todos querían disfrutar de la velocidad cuesta abajo, enroscados en el interior de la llanta. El suelo del pueblo era una feria donde se vivían experiencias infantiles que no solo divertían a los niños, también los adultos lo disfrutaban. Nunca escaseaba la frase de los mayores que advertía a los pequeños que tuvieran cuidado.
La Pítima, otro juego de habilidad, usaba el piso para poner meta entre moneda y moneda, que cada jugador tiraba; las canicas; el burro o avión; el trompo o el burrión burrión, que exigía esfuerzo físico al perseguido y al perseguidor, velocidad de piernas y un maravilloso juego de cintura para hacer “el cuche”, que era una especie de engaño con el tronco del cuerpo, que giraba en dirección contraria a la que esperaba el perseguidor. Todos juegos de tierra firme.
Las diversiones infantiles no necesitaron de la energía eléctrica. El cuerpo vivía actividad constante. Los niños interactuaban. Estaban vivos, y como tales se divertían. Reían. Sudaban. Se caían y se levantaban con orgullo, evitando la ayuda innecesaria. Las raspadas se curaban con tierra, ceniza o con gotas de limón.
La electricidad trajo muchos beneficios; sin embargo, algunos de sus productos pueden enajenar a la chamacada actual.
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