SERAPIO

Jorge Luis Reyes López

Caminando por la ciudad, Serapio intenta regresar en el tiempo, rastreando su memoria para saber qué y cuánto recuerda. Es un ejercicio con doble propósito: mantenerse lúcido y divertirse armando rompecabezas. Al ver el negocio donde venden pollos asados, localizado en una esquina de las calles que se internan en la parte baja de una de las colonias más grandes y populares de la ciudad —la colonia Vicente Guerrero— inició su aventura con la memoria.

Por supuesto —reconoce Lapo— aquí había palmeras de coco, guayabos y limones. La huerta perteneció a Baltazar Castro Villalpando. En los tiempos pasados era común verlo montado en una burra parda que parecía quedarle chica, porque casi arrastraba los pies. Siempre incitaba al animal para que apresurara el paso; como dirían los antiguos: un paso de andadura. Para lograrlo se ayudaba con los dedos pulgar e índice de la mano derecha, pellizcando los pelos del cuadril, provocando un paso acelerado de inmediato por parte del cuadrúpedo. El jinete no usaba sombrero. No importaba la hora del día o la intensidad solar: él siempre con la cabeza descubierta.

Entre el tiempo que era huerta y la fecha en que se estableció el expendio de pollos asados —a los que, por cierto, Lapo no puede imaginarlos felices— se estableció una línea de transporte foráneo que fue muy útil para la vida de los habitantes del puerto de Zihuatanejo.

Lapo entrecierra los ojos. Pronto aparecen las imágenes de los autobuses de la sociedad cooperativa Hermenegildo Galeana. Los porteños simplemente los llamaban “cooperativa”, o “colorados”. Quizá fue la primera línea que se estableció en el pueblo con una visión empresarial, pensando en el futuro.

¡Qué lástima que haya desaparecido, y con ella tanta historia! Ahora sólo queda la nostalgia. Lapo se reprende a sí mismo por haberse permitido una ligera desviación de sus recuerdos. En esta esquina nunca estuvo la cooperativa; sin embargo, ¿cómo no recordarla?

En el mundo feliz de los pollos estaba la base de los autobuses Flecha Roja. Un hombre blanco y alto, de rostro casi rojo, ojos grandes que miraban a través de los lentes, era jefe de la base y del servicio. Zapatos negros lustrados, pantalón de pinzas, camisa bien fajada. El cabello peinado hacia atrás, engomado. Rafael Ocampo —el señor Ocampo, como generalmente lo llamaban— era un hombre amable, aunque su rostro lo hacía verse duro. Supo establecer buenas relaciones en la comunidad. Nunca negó apoyo para colaborar en las soluciones de los necesitados, fueran solicitadas por instituciones de gobierno, educativas o particulares.

¡Ah, qué tipo ese Rafael!

Serapio masticaba por más de una vez los recuerdos traídos por la memoria, sacándolos del depósito donde el tiempo los había almacenado, saboreándolos, paladeándolos con una alegría sinfín.

Solo eran diez autobuses de modelos atrasados. Se apretaban los pasajeros —cuando era necesario— en la ruta Zihuatanejo–Petatlán. Se establecieron ambas bases, buscando ramificar los servicios. La Soledad de Maciel y Murga eran la extensión del servicio en el municipio vecino de Zihuatanejo.

La primera localidad, muy respetada y apreciada por su afición al juego del béisbol. Antes de reconocer su importancia arqueológica en la historia prehispánica, ponderaban la primacía del deporte.

En Zihuatanejo, las comunidades de Miguelito, El Zarco, Ixtapa, Barrio Nuevo, Barrio Viejo y Pantla disfrutaban del placer de viajar en menor tiempo y con suficiente comodidad de un lugar a otro para tratar una diversidad de asuntos: negocios, citas amorosas, atención médica, placer puro, actividades económicas, en fin. Razones nunca faltaban para viajar.

Los jóvenes estudiantes de Buenavista —última comunidad del municipio de Zihuatanejo, que colinda con La Unión de Isidoro Montes de Oca (¡uf, qué larga retahíla!)— junto con los aprendices de Lagunilla, pueblo de este último municipio, aprovechaban el transporte matutino.

Por la tarde, los números no les cuadraban a los transportistas. Entonces suspendían las “corridas”, así llamadas por la población, sustituyendo el nombre, la ruta y el horario de la empresa de transporte público de que se hablara.

Eran los autobuses de La Galeana los responsables de regresar a los chicos a sus comunidades. La Flecha Roja continuaba transportando a estudiantes de Zacatula, El Naranjo y Petacalco, llevándolos a La Unión, la cabecera municipal.

Lapo sigue parado en la banqueta de la esquina. Vuelve a mirar a esos viejos autobuses circulando en la ciudad, con un chalán gritón anunciando: —¡A La Correa! —¡Suban, suban a La Ropa! —¡Bajan, chofer, bajan en La Noria!

Eran muy astutos. Oportunos. Diligentes. Conforme la carretera Zihuatanejo–Ciudad Altamirano avanzaba, los camioncitos Flecha Roja le seguían el paso. Así llegaron a Vallecitos de Zaragoza, al Mineral del Real de Guadalupe y al Ídolo, en lo alto de la montaña.

¡Qué estira y afloja, cuando Rubén Figueroa Figueroa —gobernador del estado— pidió (exigió) que se ampliara el servicio de La Unión a Coahuayutla! Y sí se extendió. ¿Cómo decir no?

En ese momento el parque vehicular contaba con treinta y cinco unidades. El periodo gubernamental de Figueroa Figueroa fue de 1975 a 1981. Para ese entonces, Benito Cabañas González era el absoluto responsable de la empresa de transporte. A partir del año de 1977, ese hombre bonachón incrementó los servicios.

Su lento caminar y su figura gruesa resultaban familiares en la comunidad. Mulato de pelo crespo. Parecía resbalar cualquier angustia. Su hablar pausado inspiraba confianza.

Cuarenta y cinco jefes de familia dependían de él. Era su equipo para operar y dar mantenimiento a los autobuses. Ya tenían a ocho personas laborando en el área administrativa; cinco despachadores; dos almacenistas; tres mecánicos —cada uno con su respectivo ayudante—; un ojalatero y un carrocero que con su equipo atendía los detalles de las carrocerías de los autobuses.

¡Qué tiempos aquellos!, recordó Lapo.

Después giró en dirección a su casa. Sonrió. Caminando, cantaba en voz baja:

Camioncito Flecha Roja, 

No te lleves a mi amor. 

Mira cómo tú me dejas, 

Hecho pedazos el corazón. 

Ya sonó la campanada, 

Echó a andar su motor. 

Revisaron bien sus frenos, 

También su acelerador. 

No se te olvide, amorcito, 

Que me dejas en la estación…

Lapo llegó a su estación y se bajó saturado de recuerdos. No sabe cuál versión le llega más: si la que dice que una tristeza muy grande envuelve su corazón o esa de “no se te olvide, amorcito…”

About Author

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *