Opinion

SERAPIO

By Despertar de la Costa

July 03, 2025

Jorge Luis Reyes López

La historia, mi historia, la puedo contar cuando yo quiera y jugar con mi imaginación, construyéndola y reconstruyéndola con cada palabra, con cada frase, con cada párrafo, con cada página, ensayando escenarios, tiempos y actores. Así decido iniciar mi historia, que es la de muchos. Puedo jugar con el tiempo: regresarlo, adelantarlo o detenerlo. Es mi historia caprichosa, que me permite pintar aldeas, dibujar montañas y ríos. Crear nombres, muchos nombres, y a su derredor inventar pequeñas historias.

Hace muchos, muchos años, tantos que la memoria no recuerda, había en una aldea cuya ubicación nunca conocí un matrimonio formado por una simpática pareja de viejecitos que, en un tiempo, fueron jóvenes: Desidoro Reyes y Demetria Maldonado. Blanco y alto, el viejo. Delgada y de mirada escrutadora, con el párpado izquierdo caído, era la viejecita.

Algunas veces, sentados en la mediagua de su casa, se preguntaban: ¿dónde andarán y qué estarán haciendo sus hijos Porfirio, José María, Vidal, Refugio, Teodora, Manuela y Felicitas? El anciano no pensaba sólo en estos hijos; también dedicaba tiempo y amor a Margarito y a Josefa, concebidos con Nicacia López.

Lejos estaba Desidoro de pensar que había iniciado una larga tradición de abundantes familias con apellidos Reyes López y López Reyes. El matrimonio vivía en una aldea de no más de cuarenta casas, asentadas en el recodo de un río miserable en la primavera y generoso en el otoño. Un interminable lomerío rodeaba al pueblo y los caminos serpenteaban sin ir ni venir. Solo los arrieros, comerciantes ambulantes, llegaban y regresaban.

Ahora respiro hondo y me elevo para iniciar un vuelo que me lleve a cualquier lugar fresco, con niebla por las mañanas y por las tardes. Total, así lo quiero yo. Un lugar a mi antojo. Con altos y fuertes pinos, donde pueda ver y escuchar a los pastores y caporales cuidando el ganado, caballos, mulas y burros, todos retozando libremente entre valles y cerros llenos de vida. Una vida silvestre, abundante. Un caserío alegre con pobladores amables, pero de decisiones claras.

Desciendo el camino sin rumbo hasta detenerme en una casa de adobe, grande, amplia, con una mediagua de teja y piso con baldosas de barro. Me acerco, huelo lo que parece ser una apetitosa comida. De la casa sale un hombre macizo, trigueño, de pelo negro y grueso. Tiene un bigote ancho y tupido. Sus ojos me inquietan. Son negros y profundos. Me mira. Con un gesto condescendiente me invita a pasar. Me saluda. Me dice con suave voz: “Timoteo López Lemus. Esta es su casa, pásele, amigo. Llegó a la hora de la comida. ¡Échese un taco con mi familia!”

Pasamos al centro de la casa. Veo una enorme mesa de cedro con chiquillos sentados, listos para comer. Una mujer que con diligencia va y viene de la cocina con platos humeantes. Timoteo me invita a sentarme. Me presenta a su esposa, Florentina Guillén. Ya sentado, el patriarca me señala a cada uno de sus hijos, con su largo brazo, moviéndolo cada vez que da un nombre:

“Allá, en aquel rincón de la mesa, mi hija Florentina. Esa de la blusa verde es Apolinar; de cariño le decimos Pule. La que está jugando con sus manos es Pachita, su nombre es Francisca. El flaco y chaparrito, de nariz ganchuda, es Venancio. El orejón que está a mi derecha es Serapio. ¡Refugio, siéntate! Esas que platican son Paulina —la de las trenzas— y la del pelo suelto, que se ve destrazada, es Florencia, pero le decimos Lencha.”

Así, sin más, me presentó a la esposa y a sus ocho hijos.

Quiero ver las quietas aguas del mar Pacífico, particularmente las costas de Michoacán y de Guerrero. Hay más calor, la gente es ruidosa, reflejando la mezcla de razas que interactuaron sin ocuparse del color de la piel. El ruido de los arroyos que bajan al mar adormece. La naturaleza se pinta de un verde intenso.

Los sonidos del viento, cuando se escabullen entre la maleza y los grandes árboles, se entrelazan con la sinfonía de cantos y aleteos que emiten un sinfín de aves, habitantes de un hogar fresco y frondoso.

Mi historia puede pintar cualquier ocurrencia, hacerla real. No tengo límite más allá de lo que me permita mi imaginación.

Ahora me veo planeando sobre una playa de arena gruesa. Al final, un macizo rocoso, como lengua, se mete al mar, provocando una respuesta colérica de las aguas que, en un interminable ir y venir, azotan furiosas la roca que permanece indiferente al ímpetu espumoso y monótono de las olas.

Asciendo sobre el acantilado como si fuera ave de caza. Doy vuelta sobre la planicie verde, donde veo, en amena conversación, a los cuatro viejitos: Isidoro, tomando de la mano a Demetria, la mira con ternura. Timoteo, más introvertido, solo mira a Florentina.

A veces la necedad marina recibe ayuda cómplice del viento, elevando y transportando finas gotas de agua salada que rocían a los ancianos.

Total, es mi historia. La cuento como quiero. Mezclo los tiempos y los acontecimientos, luego les pongo nombres sin importar el orden. Puedo volar, ser invisible o transformarme en lo que yo quiera. Tengo la libertad y el poder de crear y recrear mi historia todas las veces que lo desee.

Solo necesito papel y pluma, acompañados de las fantasías más absurdas que se me puedan ocurrir.

Finalmente, fantástica y absurda es la vida.

Ahora pongo en la palma de la mano a los ancestros. Soplo con calidez filial sobre mi mano. Los fundadores se elevan lentamente al cielo azul, como burbujas de aire. Suben por encima del mar testarudo. No hay rocío marino que los alcance. Se alejan, mientras los veo perderse en el infinito.

Es la historia que quise, es la que escribo y disfruto.