Serapio

 Jorge Luis Reyes López

Se movía en silencio. Desganado. Dirigía sus pasos al arroyo. Bajo el sobaco llevaba un calzón viejo, un pantalón y una camisa. En el arroyo encontraría el agua necesaria para lavar la ropa. Hallaría alguna piedra plana que le sirviera para restregar la ropa. No traía jabón, no hacía falta. A la orilla del arroyo había mucho jaboncillo. Ese palo pinto, frondoso, de manchas blancas en el tronco, del que colgaban racimos de bolitas maduras de color morado oscuro, con el que sustituiría al jabón.

En la orilla de un recodo, donde la dirección del agua se tuerce, el hombrecillo encontró las piedras planas. Aventó los trapos sobre las lajas. Se sentó encima de ellas. Sin prisa, se quitó los huaraches de correa cruzada. Puso los pies descalzos sobre unas piedras bolonchas y, distraídamente, pero con ritmo inconsciente, los movía hacia adelante y hacia atrás. Quien lo viera diría que estaba dándoles un masaje.

Empujó el sombrero hacia atrás. Pudo oír el ruido suave que hizo al caer en las piedras. Giró un poco el tronco, lo suficiente para meter la mano en la corriente y extraer un poco del líquido, juntando los dedos y curvándolos, como formando un cuenco. Así, transportada el agua, la vació en su cabeza, frotándose la nuca, mientras exhalaba un prolongado “aaah”.

No quería moverse. No quería lavar su ropa. Paseó la vista lentamente a sus costados. Después se paró, con una imagen clara de dónde iría a cortar las bolitas del jaboncillo. Tenía que cruzar el arroyo. No estaba dispuesto a mojar su pantalón, así que se lo quitó y lo dobló antes de depositarlo en las piedras.

Con el agua a las rodillas llegó a la otra orilla. Parecía que la corriente le había regresado el buen humor. El árbol estaba muy cerca. Quebró algunas ramitas cargadas de jaboncillo y se regresó. Metió la camisa al agua y la regresó a la piedra que serviría de lavadero. Echó un puño de bolitas en la prenda y empezó a restregarla hasta hacer espuma. Siguió tallando la camisa, alternándola mientras la azotaba contra la laja. Luego la metía en el agua y la exprimía hasta considerar que ya estaba limpia.

Así continuó con el resto de la ropa, para después ponerla a asolear en una roca grande que recibía plenamente el calor del sol. No tardaría mucho en secarse con la ayuda del aire.

Estaba en un lugar alejado, poco o nada frecuentado por los habitantes del pueblo más cercano. Cerca de la roca donde la ropa se asoleaba, había un playoncito soleado. Ahí podría acostarse un rato. La ropa que se quitó podría servirle como almohada, puesta sobre algunas piedras.

Solo el arrullador ruido del agua corriendo retorcidamente rompía el silencio circundante. Acostado ya, puso en su rostro el sombrero, dispuesto a dormir. No había prisa. Pronto se sumergió en un profundo sueño. No supo por cuánto tiempo.

La ropa estaba seca. Se vistió. Recogió y dobló la ropa recién lavada. Regresó al sesteadero con la intención de disfrutar la tranquilidad que despedía el lugar.

Alzó la vista al cielo, buscando al sol, para calcular la hora de acuerdo con su posición. Serían las dos de la tarde, pensó. Respiró despacio y profundo, como queriendo atrapar la paz que sentía.

¡Qué lugar tan pacífico! Un sonido agudo, desgarrador, atemorizante, despedazó en un instante la felicidad experimentada apenas unos segundos antes.

Nunca antes había escuchado algo parecido. No en sus cincuenta y tres años de vida. No en su caminar por el monte, de día o de noche. No podía asegurar si era un animal o una persona.

Estaba intrigado. No tenía miedo. Se quedó quieto. Todo él estaba concentrado, atento a cualquier sonido. Cuidadosamente miraba en todas direcciones. No quería alejarse del arroyo.

Metió la ropa lavada en el sombrero. Otra vez ese ruido poderoso rompió el silencio. Lo escuchó más cerca. Totalmente del mismo lado en que se encontraba él. Decidió mudarse de lugar y eligió la roca donde tendió la ropa. Se recostaría en su base, protegiendo su espalda.

Estaría de frente a cualquier cosa que saliera del monte. No traía su pistola, tampoco su machete. Sin embargo, no se sentía indefenso. Por precaución, se acercó un par de piedras redondas. Otra vez el grito aullido. Definitivamente estaba más cerca. No dudaba que el sonido venía en su dirección.

Los árboles empezaron a moverse lentamente. Hacían un ruido como un susurro. Se paró. Algo no cuadraba.

Solo oía el ruido enfrente. Miró al otro lado de la orilla. No, no se equivocó: el bosque estaba quieto. Nada se movía. Parecía que el espacio se había partido en dos. Unas orillas totalmente asimétricas. Eso nunca lo había vivido.

Ahora los árboles de su orilla se mecían, emitiendo sonidos como un coro de lamentaciones. Seguía sintiéndose seguro e intrigado, pero decidió que, de ninguna manera, entraría al monte quejumbroso. Fuera lo que fuera, lo esperaría junto a la roca, en un espacio abierto. No quería sorpresas desagradables.

Sentía que la mitad de su cuerpo estaba en una orilla, y la otra mitad en la otra. El susurro arbóreo aumentó, y el sonido gutural parecía estar en la frontera del bosque y el playón. De ninguna manera se movería de la roca. A pie firme, con todos sus sentidos en alerta máxima, esperaría.

—¡Ven por mí! ¡Aquí estaré, pase lo que pase! Sabía que lo miraban, pero no sabía quién o qué.

Quizá, pensó, me está midiendo. Esa es su ventaja, porque yo no veo nada más allá de los árboles y matorrales. Su curiosidad crecía, ausente de miedo alguno. ¡Aquí te espero!, repetía mentalmente.

Nunca tomó las piedras que trajo, aquellas que pensó usar como proyectiles. No quería retroceder, cruzar el arroyo y llegar a la otra orilla. Sentía que toda la situación parecía un reto al que no estaba dispuesto a declinar. Animal, o lo que fuera, lo esperaría de pie.

El sol iluminaba intensamente el playón. Todavía era muy temprano para pensar en que el sol lo abandonaría pronto.

Eso sí, se dijo, si en dos horas más esa cosa no sale, me retiro. Agarro mi ropa y me voy. No voy a esperar a que el sol se oculte antes de que pueda regresar al pueblo. —¿Y cómo sabes que no saldré antes de que te vayas? ¡No era su imaginación! ¡Oyó claramente lo que le dijeron!

¿Cómo carajos supo lo que pensé? El viento arreció. Los árboles parecían abrir espacios. Fue entonces cuando pudo ver una borrosa sombra. No podía precisar la figura. Parecía un humano con forma femenina y pelo muy largo. Grande, demasiado grande para ser mujer. Aunque el contorno parecía el de una hembra.

El grito regresó demasiado cerca del hombrecillo. Se estremeció por segundos. Se puso tenso y fijó la vista al frente. Algo estaba próximo a él, muy próximo, aunque no lo podía ver.

Oía su respiración y la ajena. Algo muy junto a su cuerpo se movía. Recargó con fuerza la espalda en la roca y cerró con decisión los puños. Súbitamente, se quedó paralizado. No podía moverse. No era miedo. No lo tenía.

Los árboles dejaron de moverse, y un sonido dulce, armonioso, invadió el lugar. Todo se oscureció en un instante.

Él sabía que el sol seguía brillando, aunque solo veía oscuridad. Sintió que su cuerpo era tocado. No con violencia. Parecían caricias. Lentamente, su espalda abandonó el refugio de la roca.

Todo él estaba tirado en el playón. Ya no tuvo conciencia de nada. Cuando volvió en sí, notó que estaba desnudo. Miró al cielo y vio el sol justo donde estaba cuando llegó a lavar su ropa al arroyo.

Aturdido, se paró. Vio la ropa lavada en la roca y su vestimenta amontonada a su lado. Su cuerpo estaba intacto. Solo se sentía molido, martajado.

El hombrecillo regresó al pueblo. Una vez al mes volvía al recodo del arroyo con la esperanza de revivir los acontecimientos del playón.

Pasaron los años, y el hombrecillo nunca platicó nada de lo sucedido. La vejez llegó a ahuyentar los recuerdos. Hoy, muy viejo ya, se le ve en el quicio de la puerta de su casa en el puerto de Zihuatanejo.

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