Opinion

SERAPIO

By Despertar de la Costa

June 04, 2025

Jorge Luis Reyes López

Platicando Lapo con Rodolfillo Campos Vásquez, hijo de Bruna y de don Rodolfo, fluían boberías de amigos. Ninguno se percató en qué momento la conversación recaló en los viejos tiempos de Zihuatanejo, cuando las calles y callejones no tenían nombre. Las referencias entonces eran los dueños de las casas, algunos árboles o cualquier espacio peculiar. Las señas, indicios infalibles, resultaban auxiliares valiosos.

La charla era sabrosa, una mixtura de lo exquisito con lo abrupto. Con gran maestría recordaban el pasado y, como si fuera una capa de cebolla, le sobreponían el presente. Los relatos tenían un desorden ordenado.

Arqueando la ceja, mirando por debajo del sombrero, Rodolfillo preguntó:

—Lapo, ¿qué sabes de don Emeterio Pano?

—Algo —respondió el aludido—. Que era peón de un hacendado de Los Llanitos, nombre que después se le cambió al pueblo por el de Melchor Ocampo. Al final, el nombre quedó como lo conocemos actualmente: Lázaro Cárdenas, Michoacán. De ahí se vino con su familia al puerto. Su mujer era Juana Ayón. Ya en 1936 estaban aquí.

Primero tenía su casa en la calle principal, hoy llamada Cuauhtémoc. Después se cambió a la calle que hoy se llama Ejido, casi esquina con la Vicente Guerrero. En la esquina vivía el gringo Ayón. Ahora hay un bar ahí.

Ellos fueron los padres de Toribio y de Aleja. Toribio fue el padre del conocido beisbolista Paníto Luis. También procreó a Dora, René y Chuy. Dora fue reina del carnaval. La mujer de Toribio se llamaba Sofía Cervantes.

Aleja engendró a Tito Gutiérrez Ayón, hijo de Chicho Gutiérrez.

—¡Cómo la ves! —exclamó Lapo.

—Ya, ya párale, Lapo, no era para tanto —dijo Serapio, sonriendo divertido.

—Está bueno, otro día platicamos de esa familia —apuntó Lapo.

Mira —dijo Rodolfillo, echándose para atrás el sombrero y descubriendo su frente arrugada—, a mí me gustaría que habláramos de la cuadra donde vivió Marinita con sus tres hijos: Hercilia, Delfina y Ricardo.

Si te digo que Hercilia era caderona, por eso a una yegua le pusimos Hercilia. En la contraesquina vivía Nica Ayón, hermana de Cunda. Las dos eran hermanas de don Emeterio.

—¡Vámonos recio, Lapo! De esquina a esquina hasta llegar a la calle de Nicolás Bravo. ¿Qué te parece?

—De acuerdo —respondió Lapo.

—Tú recordarás —expresó Rodolfillo— que en aquellos tiempos la gente agarraba tierra y no había tanto problema. Don Crispín Sánchez, esposo de doña Venancia Suárez, tenía casi lo que ahora es una manzana. Después fue vendiendo pedacitos.

La propiedad la tenía desde donde están las tortas Ziranda sobre la calle de Ejido; llegaba hasta la esquina donde está Banamex sobre la calle Vicente Guerrero y ahí doblaba a la izquierda hasta hacer esquina con la calle Nicolás Bravo. Nuevamente doblabas a la izquierda sobre Nicolás Bravo hasta casi media cuadra, antes de llegar a la esquina de Bancomer.

—Sí, así era, amigo.

Retomó el hilo de la plática Rodolfillo:

—Marinita probablemente le compró a don Crispín la esquina donde ahora está Banamex. Ahí vivía y tenía una barda grande en el patio.

Un mal día, dos soldados venían correteando a Leonel López, hijo de Nereo.

—Sí, lo recuerdo, un calentano güero de bigote alazán. Era el huertero de Celia Galeana.

—Ese mero.

El abuelo de Leonel era Juan López. Los soldados venían a paso veloz sostenido, traían los fusiles en la mano. Leonel era muy rápido, era un venado. Nunca lo iban a alcanzar.

Al llegar donde Marinita, se brincó la barda. Los soldados siguieron de frente, mientras que Leonel dobló a la izquierda y se encaminó al callejón de Damián Pineda. Cruzó el muro de piedra que estaba sobre un brazo del estero, que terminaba en la escuela Vicente Guerrero. Ese muro lo usábamos como puente.

Mientras los guachos llegaban a la playa y alcanzaban a ver a Leonel, se jalaron en su dirección, mientras este se tiraba al charco de agua que quedaba entre el estero y el mar, con la intención de atravesarlo para llegar a las escaleras por las que se subía al cerrito que te lleva a la playa de La Madera.

—Por cierto —se atravesó Lapo—, esas escaleras ahí siguen todavía, a un lado del andador que va a La Madera, después de que pasas por el puente que está sobre la desembocadura del estero, que ahora es un canal.

—Bueno —siguió Rodolfillo—, cuando Leonel empezó a subir las escaleras, los soldados supieron que si subía ya no lo alcanzarían, lo perderían. Entonces cortaron cartucho, se hincaron, apuntaron y le dispararon.

—Yo creo que fue a una distancia de más de cincuenta metros.

Ahí lo mataron.

—¡Qué cosa más triste!

Después de la casa de Marinita vivía Pachita Mendoza con su hermano. Ahí oficiaba misa el padre Jesús. Pienso que ese terreno lo dividieron porque, cuando Pachita ya no vivía ahí, se establecieron dos familias: Arturo Romero, que se casó con Elia, la hija de Tránsito Armenta. La otra parte de ese terreno la compró Mauro Abarca, el papá de Chemita, el cartero. Ahora está el estudio fotográfico Durán. Finalmente, en la esquina quedó don Alberto Blanco en el año de 1940. Doblando a la izquierda sobre Nicolás Bravo estaban don Agustín Sotelo y don Pablo Reséndiz. Como te dije, todo eso era de don Crispín.

—Vas muy recio, Rodolfillo —lo atajó Lapo—. En la casa de Pachita las misas las oficiaba tu padrino, el cura.

—Sí, yo mero se lo pedí —respondió.

—En 1953 tuvimos un mal mes —sentenció Lapo.

—Ya sé a qué te refieres —añadió el compañero de charla—. Un día empezó a llover, no se movían las hojas de los árboles, no corría viento. Ningún relámpago en el cielo. Nada de truenos. Tampoco caían rayos. Solo lluvia, mucha lluvia. Durante un mes, día tras día, el aguacero no paró. Cuando no arreciaba, quedaba un chichipi, una llovizna fina. Pero que dijeras tú: salió el sol o ya tenemos unos minutos sin que caiga una gota de agua… ¡Eso nunca sucedió durante un mes! Cuando bajaba el aguacero y estaba la llovizna, aparecían en las calles cuches y gallinas muertas. Con decirte que Amador Campos y Griselda Núñez se fueron a Coacoyul. Otros se refugiaron en una lomita del potrero de mi padre. Ahí viven ahora, entre otras familias, Rebeca Hernández Campos y Juan Nava. También tiene casa Canacho y su familia.

—Todo lo recuerdo —abundó Lapo—, pero lo más triste fue la locura de tu padrino, el cura.

—Sí, amigo. La gente de antes era muy atrabancada. Y en esa ocasión, varia gente, incluyendo al cura, se les ocurrió ir a la Majahua. Había una vereda que bajaba a la huerta de don Hermelindo Lobato, mero enfrente de la playa. Tenía un torito y ahí guardaron la ropa ensopada. Ahora hay un desarrollo que no se ha terminado y que muchos rumoran que era o es del hermano de un expresidente de la república. El cura de por sí ya andaba con fallos en la cabeza, pero no se le notaban mucho. En la orilla de la playa, de pronto empezó a musitar: “Y extendió Moisés su mano sobre el mar, e hizo Jehová que el mar se retirase por recio viento oriental toda aquella noche; y volvió el mar en seco y las aguas quedaron divididas”.

—Tú sabrás de qué se trata, porque sé bien que algo le sabes a la Biblia.

—Es un versículo del Éxodo, libro del Antiguo Testamento —respondió Lapo. Luego, con aires doctorales, agregó—: Capítulo 14, versículo 21.

—¡Arajo, amigo, no más quieres tantito pa desatarte! —Sonriendo, el abuelo lo invitó a que continuara con el relato.

—Pues, cada que el cura repetía esas palabras, después extendía el brazo diciendo: “Así como Moisés separó las aguas del Mar Rojo, así lo haré yo con las aguas de la Majahua”. Diciendo, y encaminándose al mar. La gente le gritaba: “¡Padre, no se meta al agua! Son muy peligrosas, es mar abierto y hay remolinos”. El cura no atendía razones, era un Gabino Barrera. Amigo, se mete al mar y, con las aguas a la rodilla, lo arrastra la corriente. Estaban tres varones jóvenes, fuertes y buenos para la nadada, y a luchas lo sacaron. Llegaron arrastrándose de panza en la arena.

—¡En qué se las vieron! Después ya no ofició misa. Desapareció. Sepa la fregada quién se lo llevó y a dónde recaló.

—Está bueno, Rodolfillo. Nomás para decirte que, en la acera de enfrente, en la esquina de esa cuadra, vivió Nico Ayón. Agarraba un buen pedazo de la calle Vicente Guerrero y de la calle Ejido hasta pegar con Amador Campos. Cuando murió, le dejó la propiedad a mi hija Adulfa López Ramírez, y esta le vendió un pedazo a Amador Campos, que es donde vivió Elva Campos, su hija. Ahora, en esa esquina viven dos hijas de Adulfa: Rosa y Luchi Torres López. Una vende tamales y la otra tacos. En la otra esquina de esa acera, la que topa con la calle Nicolás Bravo, el propietario era Alfonso Palacios Velarde.

Los amigos se despiden, pendientes de seguir charlando otro día.