Agosto es parte de la temporada de lluvias. Algunas calles se convertían en lodazal. Otras más eran arroyuelos que vaciaban sus aguas en las salinas. Era una sola, pero los pobladores así la llamaban: las salinas. Don Serapio ocupó toda la mañana para preparar su equipaje. Viajaría al otro día a Iguala. Llevaría tres mudas de ropa y suficientes calzoncillos por si tenía que permanecer más de tres días fuera del puerto. El beliz era pequeño, cuadrado, de hoja de lata color azul. El viaje sería largo y pesado. Los autobuses salían de Zihuatanejo con destino al puerto de Acapulco. Ahí había que transbordar para llegar a Iguala pasando por Chilpancingo. Tal vez doce horas. La carretera tenía tramos disparejos entre Zihuatanejo y Acapulco. Tenía que resolver la cuestión de los alimentos por si acaso en las paradas no hubiera comida que le gustara. No viajaba solo, tenía la encomienda de llevar al mayor de sus nietos de su hija Ramona, al internado bautista Casa Hogar, para que continuara sus estudios en la secundaria Plan de Iguala.
No había más que dos líneas de autobuses. La sociedad cooperativa Hermenegildo Galeana, la cooperativa como lo llamaban coloquialmente. Su ruta era hasta Acapulco. Su servicio no se extendía más allá. Carros de color rojo. Tenían una canastilla al aire libre en la capaceta. El motor al frente, protegido por un cofre largo, lo que hacía ver al vehículo trompudo. Adentro, a los lados, en la parte superior a una altura de unos sesenta centímetros, por arriba de los asientos, se extendían a lo largo otras canastillas. Los asientos no se reservaban, los primeros que abordaban irían sentados, porque el número de asientos no limitaba el número de pasajeros, casi siempre había personas paradas agarradas de los tubos de las canastillas. La otra empresa, La Flecha Roja, esa tenía el servicio hasta la ciudad de México. Se parecían físicamente los autobuses. El color los diferenciaba.
Temprano estaban en el autobús. No tenía ni hora ni fecha para levantar pasaje. Eso sí, la primera parada obligada era Petatlán. El tramo de la costa, hasta llegar a Acapulco hervía de anécdotas. Los pasajeros platicando como en el mercado. Algunos subían con gallinas, otros con cuches. Era un zoológico doméstico combinado con fauna silvestre. Iguanas, armadillos, catarnicas, pericos. El parloteo humano se alteraba con el grito de algún pasajero ¡bajan chofer! Y luego la voz, como eco, era repetida por otros pasajeros asegurándose de que el chofer hubiera escuchado, sin duda alguna. Casi hora y media para llegar a Petatlán. Ahí bajaban y subían pasaje. El tramo de carretera era recto y con muy pocas curvas. Lo más difícil era cruzar los arroyos o los ríos.
La próxima parada oficial sería Técpan de Galeana. Aunque en el inter subirían y bajarían pasajeros a bordo de carretera. Había que subir con cuidado las curvas del Calvario en el municipio de Petatlán. Lugar que antes fue conocido como Subida al Cielo. La terracería estaba flanqueada por interminables huertas de coco. El traqueteo del carro jurjuneaba el cuerpo haciendo que se resintiera en los viajes largos. La parada en Técpan, en el centro frente a la Iglesia Católica. Ya se oían los gritos de las mujeres “enchiladas” ¿quieres enchiladas chacho? Eran las vendedoras que con charolas de peltre tapadas con servilleta de manta y sostenidas en la cabeza con un yagual, se acercaban a las ventanillas abiertas de los pasajeros por si alguien les compraba. Ya pasaban de cuatro horas de viaje. Lapo se había enfadado. Pensaba que sería mejor dormir en Acapulco en casa de su hermana Pule. Los asientos duros aumentaban la tortura. Luego había que decirle al chofer que parara tantito para hacer del baño. Esa petición no siempre caía bien. Al siguiente destino, Acapulco se llegaría, con suerte, antes de las seis de la tarde. En lugares como San Jerónimo y Atoyac, no siempre entraba el autobús. Los pasajeros se bajaban en los llamados cruceros. Definitivamente Lapo dormiría en casa de su hermana, así aprovecharía para verla. Era la hermana que le expresaba sobrado cariño. Ambos se querían. Cuando no se veían se mandaban cartas por correo. La hermana Pule lo recibía con cariño. La llenó de abrazos, de cariño. Lo atendió como si fuera su bebé. A la mañana siguiente salieron rumbo a Chilpancingo. El trayecto fue más cómodo y se sintió menos el tiempo. Después de estar en la capital del estado, la travesía continuaba, pasando por la cañada del Zopilote, y anexos como decía la leyenda en los costados de algunos autobuses. A las cinco de la tarde Abuelo y nieto llegaron a su destino. Al chamaco todo le era novedoso. Era un pueblo grande de verdad. Nunca había visto hombres de cincuenta años o más montar bicicletas. Hacía calor. Preguntaron por la calle Aldama y enfilaron en busca de la Casa Hogar. Había fondas que despedían un fuerte olor a almizcle. El muchacho supo después, que eran los manojos de pipicha, tan consumido por los igualtecos. Después de media hora estaban casi al final de la calle, frente a una casa de dos plantas, de color pistache, con un enorme portón negro de herrería. Los recibieron con amabilidad. Les asignaron habitación y los dejaron para que descansasen y se bañaran. A las siete de la noche servirían la cena. Los esperaban en el comedor. Puntuales y hambrientos tomaron su lugar en unas bancas largas. En la cabecera el director del internado presentó a los recién llegados y pidió orar por los alimentos. Así fue. Después de cenar cada quien lavaría sus trastes y una hora más tarde se apagarían las luces. Serapio se fue a la habitación. El nieto fue invitado a la sala a mirar televisión. ¡Era el clímax de la felicidad! ¿televisión? En Zihuatanejo eso no existía, no la conocía. Emocionado se dirigió a conocer ese invento. Vio una caja de madera con un vidrio pando al centro y unos cuernitos en el lomo. ¡expectación total! Alguien la encendió, hizo ruido y aparecieron las primeras imágenes de lo que después supo que las llamaban caricaturas. Se sentó en el suelo en conmoción total. ¿Cómo salían esas figuras? ¿Cómo se movían? ¡además hablaban! Quería mirar atrás de la caja para explicarse como hablaban los monitos. Los rostros felices y risueños de los espectadores, lo contuvieron. Le dio vergüenza que lo vieran curiosear. Centró su atención en las imágenes, poco a poco se relajó y empezó a disfrutar las caricaturas. Esa cajita era milagrosa. Estaba fascinado con la televisión. Nunca había imaginado algo semejante. El tiempo para recalar a la habitación se terminaba. En la oscuridad de la habitación, a pesar del cansancio, seguía despierto recreando las caricaturas. ¿Qué otras maravillas tendrían Iguala? Finalmente se durmió son una sonrisa porque el coyote nunca pudo alcanzar al correcaminos.
Así fueron las cosas en ese lejano año de 1963.
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