Jorge Luis Reye López
Las lluvias de la noche anterior, dejaron un charco en la calle. Hoy por la mañana docenas de mariposas formaron un círculo de colores delirantes. Los tonos subían y bajaban revoloteando. La temporada de lluvias reconfortaba al abuelo. Las ranas ofrecían sus singulares recitales, apenas se anunciaba la oscuridad. Si en el día los vibrantes colores de las mariposas flotaban en las escasas calles del puerto, por la noche los otros habitantes de Zihuatanejo hacían su propia fiesta. Las chicharras alternaban su estridulencia, que a veces sonaba como llanto, con el silbido de las lechuzas que ofrecían una mayor variedad de sonidos. Uno de ellos sonaba enigmático, ju-ju.juu. Los ruidos de la noche en un pueblo sin energía eléctrica, parecían amplificados y potentes. Esos eran las mejores noches para oír los cuentos del abuelo Serapio. Relámpagos, rayos, truenos y lluvia habían quedado atrás. Ahora la noche vivía otro momento lleno de aderezo que gratuitamente otorgaba la fauna endémica. Eran otros tiempos.
Algunos chamacos jugaban, amarrándole con un hilo de coser, la cola a los santiagos, tratando de no presionar tanto como para no cortarla. Serapio piensa que la crueldad cuando se comete, no es la edad en el humano que la realiza razón suficiente que lo pueda exculpar, aunque si explicar, sobre todo cuando se tiene o no la conciencia de lo que se comete. Lapo creía ver angustia en esos dos grandes ojos saltones. Sus alas transparentes semejan tela de crinolina y estas jamás se ha visto que las puedan doblar. Tienen dos ojos grandes que cubren la mayor parte de su cabeza, formados por miles de lentes que les permiten ver en todas direcciones, sobre la parte superior de su cabeza hay tres pequeños ojos para detectar la luz y la oscuridad. Sus cinco ojos no les impiden ser atrapados por los chamacos, que sigilosos avanzan de espalda a la libélula, cuando está posada y es entonces cuando toman su cola ante la desesperación del insecto. Ni su capacidad de mirar en redondo lo libera del acecho humano. Después, cada niño, con su carrete de hilo, ya amarrado a la cola, suelta al Santiago, para que, en competencia obligada, vuele lo más alto que pueda. Eran otros tiempos.
Entre las ranas usadas para competir en carreras, los santiagos contendiendo (todos contra su voluntad), por alcanzar la mayor altura o distancia ¿Quién sufriría más? Sufrimiento es sufrimiento. Eran otros tiempos. Hoy escasean las cigarras. Algo parecido sucede con las mariposas, ranas y santiagos.
Cualquier tarde de marzo, parvadas de pericos cruzaban volando por el pueblo armando un alegre parloteo. Ya desde diciembre se les empezaba a escuchar. Eran otros tiempos.
De vez en vez, los armadillos se dejaban ver en el pueblo. No faltaba quien viera en ellos la oportunidad de tener en la mesa un suculento bocado, guisado como carne de puerco. Otros los consumían con supuestos fines medicinales. Pocos pobladores, o ninguno, consideraban el riesgo de contraer la enfermedad de la lepra, debido a que estos animalitos pueden ser portadores de la bacteria que la causa. Servido en el plato, guisado con una salsa brava, acompañado de frijoles refritos, con tortillas de maíz recién salidas del comal, a nadie le interesaba pensar en la lepra. Eran otros tiempos. Si algunos comían el zopilote en caldo, para buscar cura a sus enfermedades, ¿Por qué no comer armadillo y saborear algo parecido a un pollo?, una cosa es el armadillo, y otra el caldo de un carroñero como el zopilote. En cualquier loma de las faldas de los cerros de la bahía, se podía obtener comida vegetal y animal. Postes para cercar, horcones, morillos y varas para construir las casas, eran pródigamente proporcionados por la naturaleza. Nunca faltaba un matón para curarse. ¿Te quemó el arlomo? ¿No te cura la medicina de farmacia? Hombre, ahí están las diferentes opciones: Ese bejuco fino, color naranja, parecido al fideo; busca la plantita de flor morada, con hojas como punta de flecha. ¿Y si te picó un alacrán?. No te asustes. Corta una rama de susucua, ponlas a hervir y tómate tus tres tazas de te, espaciadas una de la otra. Verás que te desaparecerá la lengua entumida, la dificultad para tragar saliva, dejarás de caminar como borrachito, o mirar borroso. Eran otros tiempos.
Los arrieros llegaban al puerto sin tener hogar. Nadie les rentaba habitación. Dormían en las mediaguas de las casas de los pobladores, que nunca les negaban el espacio. Siempre eran invitados a comer. Ellos correspondían al gesto de su anfitrión, ofreciendo parte de su bastimento: queso seco u oreado; gordas de manteca de cuche; toqueres, generalmente hechas con sal, aunque no faltaban las dulces. El grano del elote molido en el metate, y luego cocido en el comal, dejaba un relajante sabor de boca. Ciertos arrieros transportaban pilas de panochas, alineadas y envueltas en la cáscara de la caña, protegiéndolas como si fuera una funda, a la que le hacían tres ataduras, una cerca de cada extremo y otra al centro. Tomaban una pieza, y la obsequiaban a la familia que les había brindado posada. Nadie se ocupaba pensando en resolver las necesidades fisiológicas. Los varones lo hacían en un lugar común. El monte. Niñas y mujeres tenían un retrete de madera cercado del mismo material o de palapa. Los desechos eran rociados con sal. Hacerlo a la intemperie, era exponerse a ser trompeado por cualquier cuche. Eran otros tiempos.
Caminar del centro de Zihuatanejo a la playa de La Ropa era otro universo. Salir en dirección de la playa de La Madera, primero pasando por veredas sombreadas por las huertas de cocotero, arboles de mangos criollos o panameños, y oliendo distintos olores de frutas, resultaba un paseo para ojos y oídos. La sombra espesa del árbol de cacao refrescaba. Para cruzar el arroyo había que subirse el pantalón, doblando las mangas. El agua corría clara y libre entre arena y piedras redondas. El líquido escurría desde el Limón en Zihuatanejo y se fundía con la corriente que bajaba desde Agua de Correa, y fundidos ya, llegaban al estero de Zihuatanejo, en la Playa Principal, formando un remanso a un costado de la escuela primaria Vicente Guerrero. Tupido bosque de manglares vigilaba silenciosamente al estero y a sus habitantes. Había que cruzar el arroyo por el vado, la parte más baja. A la orilla había colombos y platanillos. Sus hojas servían entre otras cosas, para elaborar recipientes provisionales usados para sumergirlos en la corriente del arroyo y así tomar agua a falta de un vaso. Después del cruce, ya no resultaba muy cómodo el camino a la playa de La Ropa. La vereda estaba inclinada, aunque después bajaba. La gente prefería caminar por la playa, cuando al bajar llegaban directamente frente a las rocas conocidas como El Eslabón, y de ahí continuar hasta el otro extremo, de la playa más larga de la bahía. A lo largo de la playa, arboles conocidos como manzanillos, ofrecían una ruta sombreada. El fruto verde, redondo, liso, parecido en color, forma y tamaño a un tomate verde, era intocable. Era el árbol de la muerte. Su savia lechosa, irritante, puede crear ampollas. Su fruto, si se come causa vómitos y diarrea, y probablemente la muerte. Tampoco lo usaban para hacer brasa en la cocina. El humo causa ceguera pasajera. Los viejos advertían a los menores de los riesgos. Se aseguraban que sus animales no tragaran el fruto. La sabiduría de entonces, ordenaba lavar con agua y jabón las partes afectadas del cuerpo. Advertían que debía hacerse de inmediato y siempre antes de que pasaran las primeras cuatro horas. Ese árbol, todo el, es venenoso. El fruto, comer su fruto, puede ser fatal. En la playa de La Ropa, sobreviven algunos ejemplares, y esos siguen siendo igual de venenosos. En otros tiempos y en estos tiempos el árbol de la muerte sigue cobijando a turistas y a no turistas. Es hermoso y frondoso. En otros tiempos nadie comió su fruto. Nadie murió. Todos se protegieron del sol bajo su follaje. Eran otros tiempos.