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Serapio

Jorge Luis Reyes López

Más de dos meses llevaban los amigos planeando la expedición. Víveres, herramientas, transporte para caminos de herradura. Una selecta lista de nombres de personas conocidos por ella, o recomendados por vecinos de residentes en caseríos y ranchos que están en la ruta planeada. Serapio y Teodoro, desde hacía años se habían aficionado a la recolección de vestigios prehispánicos. Se iniciaron accidentalmente, cuando los pilló una abundante lluvia por el lomerío que colinda con la playa de La Madera, donde se refugiaron bajo la copa de recios árboles, mientras se entretenían mirando la risada bahía de Zihuatanejo. Estaban en cuclillas con impermeables puestos. Sus sombreros protegidos con plástico transparente. Pronto la lluvia empezó a formar escurrideros que bajaban por las pendientes de las lomas, como si fueran abundantes vasos y venas que se desangran.

Cuando la lluvia cesó, consideraron haber capeado bien el temporal. Iniciaron el descenso con cuidado, despacio. Cada uno traía una vara de bocote que terminaba en horqueta, con la que se apoyaban cautelosamente en el suelo. La huella de los escurrideros era clara, dejando al descubierto figurillas de barro y piedra, que intrigaron a los amigos. Algunos eran fragmentos de utensilios de cocina. Había rostros de barro. Todos pertenecientes a una cultura prehispánica. Serapio tomó una y le hablo al amigo. Teodoro, creo que todos estos cerritos fueron habitados. Eso mismo pienso, respondió el aludido. Agregó que parecían yácatas. Desde entonces coleccionaban todo lo que consideraban que pertenecía a las culturas autóctonas. Con el paso del tiempo ya no les satisfizo recoger el material que las lluvias les ofrecían. Tenían miras más altas. Pronto, hasta sus oídos llegaron historias fantásticas de fabulosos tesoros. Algunas noches se pasaban oteando los cerros que rodean al poblado, buscando ver fuegos fatuos que ellos interpretaban como indicios de tesoros enterrados.

Tomaban notas y trataban de orientarse en la oscuridad, buscando referencias que les facilitaran ubicar el lugar al otro día. Subirían con barras, picos y palas a escarbar en busca del tesoro. Otras veces se animaban a subir tras el fuego que parece flotar. Se extrañaban cuando las flamas de color verde, rojo otras veces, o amarillo, e incluso azul, se apagaban cuando se acercaban. Se niega el tesoro a que lo saquemos, decían. Consideraban que ya tenían suficiente experiencia para emprender retos mayores. Habían explorado cuevas, cerros y arroyos. Ahora necesitaban pistas más ambiciosas y creíbles. En la mediagua de la casa de su hija Ramona, llegaban arrieros, en las noches las pláticas abundaban. Víctor, su yerno, gustaba de tocar la guitarra, y mal no cantaba.

Eso era suficiente para que el ambiente nocturno fuera animado. Serapio, poco a poco se las arreglaba para llevar las conversaciones al tema de los tesoros. Trataba de disimularlo dando rodeos con temas de misterio y de espanto. Así sucedió cuando oyó las primeras historias sobre el cerro de La Cuchara. Unos decían que en la época de la colonia, españoles habían enterrado monedas de oro, para luego volver. Otros situaban las sepulturas de oro en los tiempos de la revolución. Fuera  como fuera, el cuento termina en dinero. Mucho dinero. Decían que por las noches, la falda del cerro se iluminaba anunciando sus riquezas, listas para ser entregadas a los más osados.

Los aventureros seguían calculando la ruta a seguir. En una veían la posibilidad de subir por el caserío de La Vainilla. Pronto hacían a un lado la idea, y consideraban que lo mejor sería hacerlo por el lado de San Ignacio. Necesitarían dos caballos para montarlos. Dos burros y dos mulas serían suficientes para la carga. Decidieron llevar un caballo y una mula de repuesto. Uno nunca sabe, pensaron. Cada jinete llevaría un machete, un cuchillo y una escopeta. Consideraron el riesgo que en el cerro les podría representar un puma o una onza. De este último animal, se oían historias de su ferocidad y valor. Hablaban del gran salto y el coraje de irse al ataque sin temor alguno. Historias, historias, solo eso Lapo, comentó Teodoro. No está por demás no confiarse, respondió el abuelo. Volvieron a tomar el tema de la ruta. Se pusieron de acuerdo de hacerlo por el lado de San Ignacio. Había que esperar a que el invierno terminara, para no sufrir tanto el frío de allá arriba.

Salieron de madrugada. Tomaron el camino que lleva al arroyo de El Limón, luego quebraron hacia la cañada que lleva a la hacienda de La Puerta. Estaban atentos para evitar cualquier víbora de cascabel que se encontrara enroscada en la vereda. Cuando el sol despuntó ya estaban cerca del poblado de Pantla. A partir de ahí, todo sería subir y subir. Es un cerro muy alto, soltó sin aviso Teodoro, sí, respondío Serapio, a donde vamos no creo que pase de los mil metros. Hay muchos cerros menores que lo rodean. Hicieron un alto. Amarraron a los animales, les quitaron la carga, y los desensillaron. Todas las bestias estaban sudadas. Resoplaban grueso. El descanso les vendría bien a todos. El aire ya no se sentía tibio. Era agradable, sin llegar a ser fresco. Sacaron el bastimento y saciaron el estómago. Pasado un tiempo reemprendieron la marcha. Había mucha ilusión. Se oían rumores de extrañas riquezas ocultadas en cerros aledaños, cuyos nombres no les resultaban familiares.

El cerro de La Cruz, el cerro del Mono de oro, y el cerro del Águila. Algunos de esos cerros, parecía contener en su nombre misterio y esperanza. A caminar. La meta aún estaba distante. El aire ya se sentía claramente fresco, ligeramente frío. Los animales resoplaban cadenciosamente. Un bosquecillo de ocotes apareció en una estrecha planicie. La naturaleza avisaba del próximo cambio de clima y de vegetación. Pronto la vista descubrió los primeros pinos. Los aventureros querían un refugio donde pasar la noche. Tenían que encontrarlo antes que la luz del día se fuera. Necesitaban protegerse del frio, de los felinos que deambulan por la noche. No querían que sus animales fueran mermados por algún gato hambriento, o que ellos mismos sufrieran una tarascada. Encontraron un socavón en una pared de tierra rojiza. Bajaron la carga y persogaron a los cuadrúpedos, lo suficientemente largo para que rabonearan hasta llenarse, y llevarlos después al arroyo que se oía correr cerca, y regresar para amarrarlos muy cortito. Pondrían una hoguera atrás de las bestias. Estaban molidos de las nalgas. Ninguno de los dos había cabalgado tanto en los últimos diez años.

Les dolía la espalda, caminaban con dolor en la parte interna de las piernas. Fatigados pero contentos, ilusiones les sobraban. Juntaron ramas, prendieron fuego, tendieron sus fichas en el suelo, usando los justes como almohadas. Platicaron poco y durmieron mucho. Amanecieron con el cuerpo entumido. Desayunaron. Ensillaron y cargaron la tropilla de animales. La vereda estaba empinada. La población conífera era abundante, espesa. Cuando hicieron un alto aprovecharon el ojo de agua a la vera del camino para tomar agua, primero los jinetes, llenar los bules, para después cederle el turno a los burros, mulas y caballos. Miraron hacia atrás. En la lejanía creyeron divisar el mar. Calcularon establecer su campamento al otro día pasada la hora de la comida. Tendrían que caminar de seis a siete horas más. Ahí buscarían y encontrarían su fortuna. Durmieron si novedad. En cuanto clareó el día comieron y avanzaron hacia la falda de un cerro desconocido. Llegaron plenos física y anímicamente. Prepararon su enramada con cuatro horcones delgados, pusieron como techo ramas tupidas para resguardarse del sereno. Se ubicaron en el centro de un grupo de pinos que les servirían para amarrar los animales, teniéndolos al alcance de la vista y de sus manos. A escaso metros escurría una vena de agua cristalina y fresca. Todo se veía verde. Terminaron de acicalar la guarida.

Pronto oscurecería. Estuvieron ejercitando la memoria, recordando las veredas que habían andado. En cuanto el sol se ocultó, cenaron con la claridad que agonizaba. Aprovecharon el fuego para calentar café y tomarlo displicentemente en sus jarros de barro. El cielo era claro, lleno de luces. Poco tiempo pasó para que quedarán dormidos. Un fuerte relincho los despertó. Se enderezaron buscando en dirección al sonido. Pronto entendieron que no sabían lo que buscaban. La noche cuando se acostaron no era la misma cuando despertaron. Del cielo luminoso no quedaba nada. Todo estaba oscuro. No veían estrellas. Los animales estaban exageradamente agitados. Podían sentirlo. Les costaba trabajo mirarlos. Las mulas fueron las primeras que rompieron los mecates y desaparecieron a todo galope. En segundos, ni burros ni caballos estaban. Empezaron a mortificarse.

No había ruido. Solo sentían una presencia que envolvía al bosque y a ellos. Ahora tenían miedo. Estaban seguros que corrían peligro. Algo está mal. No son animales, dijo Teodoro. Sí, respondió Serapio. Siento muy pesado el ambiente. De pronto, sin justificación alguna los pinos que los rodean se mueven como borrachos. Un relámpago estalló permitiéndoles mirar al resto del bosque quieto. Solo esos cuantos pinos azotando las copas unos contra otros. Los amigos estaban sudando. Les costaba trabajo moverse. No querían hablar. El pavor los hizo rehenes. ¡Imposible esperar más! ¡Vámonos Teodoro, córrele, no te detengas! Querían correr más aprisa y no podían. Pasado un buen tiempo los corredores cayeron al suelo inconscientes. Al otro día despertaron. Tenían los cuerpo lacerados, como arañados. Parte de la ropa desgarrada. ¡Estamos vivos! ¡Estamos vivos!

De vuelta a Zihuatanejo Teodoro y Serapio pasaban los días en silencio y con poco apetito. Ya no volvieron a platicar de tesoros.

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