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Serapio 

Jorge Luis Reyes López

En la chimenea crepitaba el fuego como si le estuvieran aventando sal, golpeando el fondo de la cazuela de barro donde casi estaba en su punto un aporreadillo hecho con carne oreada. Serapio estaba esperando a Manuel Dorantes, su invitado. La comida sería acompañada con gordas de harina de sal. Unos frijoles negros refritos con manteca, un trozo de queso seco y por supuesto un caliente café negro de olla, también de barro. Esperar a Dorantes, como generalmente era llamado por la comunidad de Zihuatanejo, significaba paciencia. Su invitado vivía en las Salinas, cerca de la desembocadura de está con el mar, en la playa Principal. Caminaba lento, disfrutando el andar y lo que a su alrededor miraba. El color de su piel era entre azabache y media noche, lo que hacía un profundo contraste con sus blancos dientes, fáciles de ver por su perenne sonrisa. Boca grande y labios delgados; nariz recta. Los ojos negros como el grafito, pero la esclerótica, esa capa blanca que recubre el ojo tenía en él un color tabaco donde sobresalían algunos vasos sanguíneos de color rojo. Usaba huaraches de correa cruzadas; sombrero de palma, y un machete enfundado en una cubierta de cuero, colgada en el hombro izquierdo.

Al aporreadillo le retiraron los tizones dejándole el calor de las brasas para que estuviera a fuego lento. Ramona, la hija de Serapio ya había traído las gordas de harina envueltas en una servilleta de cuadrillé, con figuras de colores bordadas a mano. Solo faltaba el invitado. Dorantes llegó, cuando llegó. Lapo le dio la bienvenida y le pidió que se sentara porque ya tenía una revolución en el estómago y era conveniente sofocarla. En la mesa estaba lo necesario para comer. La cazuela al centro, con una cuchara echa de manera de cacahuananche, para que cada quien se sirviera lo conveniente. Con maestra habilidad, producto de los años de hacerlo cotidianamente, los comensales trozaban un pedazo de la gorda y la convertían en cuchara, ora sumergiéndola en el aporreadillo, ora tomando un sope de frijoles refritos acompañándolos de un buen pisto de queso. Al final tomaron café. Ese era el momento para la charla, ya que durante los alimentos hablaron poco. Dorantes agradeció el almuerzo. Serapio le preguntó por la familia y quiso saber cómo le estaba yendo. Ambos sabían que esas preguntas y respuestas eran un mero formulismo, un escarceo, un preámbulo de los asuntos que disfrutarían juntos platicando.

Serapio abrió fuego diciendo que a pesar del tamaño de Zihuatanejo nunca dejaba de llegar gente, algunos muy singulares por cierto. Uno que otro se quedaba a vivir en el puerto. De unos se sabía mucho, de aquellos poco y de los demás allá casi nada. Cierto, respondió Dorantes y agregó tienes el caso de la Mananena. Mujer que no sé de donde ni como nos llegó. Menudita de cuerpo, pelo hasta los hombros, rizado. Piel morena y en su rostro las huellas de la viruela. Sus labios carnosos formando una boca chica; nariz roma y unos ojos pequeños negros, vivarachos. Cuando le preguntabas ¿Cómo se llamaba? Te contestaba Mananena, sílabas que nosotros traducíamos como Magdalena. Deambulaba por las escasas calles y callejones, pidiendo dinero o comida con su voz gangosa. Claramente no estaba bien de sus facultades mentales. Un día Zihuatanejo amaneció sin la Mananena. Jamás nunca regresó y nunca se supo de ella. 

Ahora es Serapio el que platica de Cuiro, otra dama que se mezcló con la población en un parpadeo. Cuando por primera vez llegó sucedió lo que pasa en pueblos chicos: Era la conversación o rumor del día, hasta que su presencia se volvió rutinaria. Más delgada que Mananena. Sus vestidos parecían despojos. Ella tenía parsimonia al caminar, contrastando con la chispa de Mananena. Su cara angulada. Nariz aguileña. En sus hombros traía un rebozo. Miraba hacia abajo. Solo levantaba el rostro cuando pedía dinero para el cononete, extendiendo su brazo delgado. Evidentemente tenía alguna perturbación cerebral. Era una mujer afecta a pasear por el camino que lleva al viejo aeropuerto, en dirección a Petatlán.

Esa calle que desemboca en la playa principal es el alfa y la omega para entrar y salir del pueblo. Justo en los linderos del barrio del Huizache está esa enorme curva con una alcantarilla abajo para evitar la inundación. Ver caminar a Cuiro por esa curva y adentrarse en el camino con chapopote que atraviesa huertas de palmeras de coco, guayabas, limones entre otros, era ver a una miniatura caminando en el lomo de un  gigante inmóvil. Parecía, no se porque, una visión inquietante, sobre todo cuando al caminar se paraba y te miraba desde arriba, desde lo alto de su sendero, recargando el mentón en el hombro derecho. Cejas pintadas y los labios rojo carmesí por el colorete que se aplicaba. La imaginaba como un águila reposando con el pico sobre su ala derecha, pero los ojos, Dorantes, los ojos, esos eran otra cosa. Esa mirada se apoderaba de ti y tu no deseabas que te mirara así, ni aunque pareciera reposar. A veces, después de desaparecer de tu vista te quedabas agitado. Pasó lo mismo que con Mananena. Se fue para no volver.

Sorbiendo el café, Dorantes deja el jarro de barro en la mesita de madera y sonriendo suelta un arajo Lapo, pusiste el asunto muy tétrico. Déjame platicarte de un camarada muy conocido por su sobrenombre de Teoche. Lo debes  de recordar, solo su nombre, respondió Serapio, Teófilo, pero no sus apellidos ni de dónde era. Apunta Dorantes: No era alto. Casi siempre sin camisa, echada al hombro cuando la traía. Pantalones enrollados. Usaba huaraches y un bordón tosco que con frecuencia lo usaba no solo como apoyo, sino según las circunstancias o su estado de ánimo, podía defenderse o agredirte. Mal modiento él. Se oían rumores de que era petlateco, pero solo eso, rumores. Con él tenías que estar atento, sobre todo si te cruzabas en su camino.

La gente de Zihuatanejo ya lo conocía. Procuraban alimentarlo y no provocarlo. Algunas veces al pasón te daba un bastonazo o te picaba con el extremo chato del bordón. Al tomarte de sorpresa, reparabas o respingabas enojado, para finalmente serenarte. En aquellos tiempos bajaban serranos al puerto y una de las cosas que más admiración les causaba sin duda, era el mar. En una de esas un frastero miraba absorto la bahía, enajenado de lo que lo rodeaba. Teoche lo ve vestido diferente a los costeños y calculó que podía pedirle dinero y ser correspondido.

El serrano era alto, fibroso. Traía sombrero. Vestía un pantalón de pinzas y camisa de mangas largas, ambas con un solo doblez. Teoche se acerca y con palabras difíciles de entender debido a su afasia, le solicita algo de dinero. El hombre no lo escuchaba, ni lo miraba, absorto en el placer profundo que le obsequiaba el mar. Teoche insistía alzando la voz. Nada pasó. Entonces iracundo le arroja un golpe en la espalda con el bordón. Sacado brusca y violentamente de su ensimismamiento, el instinto de conservación del serrano, lo hizo reaccionar buscando al agresor y sacando de entre su cintura una daga para herir al alevoso de Teoche. Fueron necesarios los gritos de los lugareños quesujetándolo le explicaron que Teoche no estaba bien de la cabeza, evitando una tragedia. 

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