Estatal

SERAPIO

By Despertar de la Costa

August 28, 2024

 JORGE LUIS REYES LOPEZ

Los sábados y domingos desde la madrugada se convertían en una actividad prematura diferente al resto de los días de la semana, cuando el niño de diez años se levantaba para ir a la escuela. Los fines de semana eran esperados con ansiedad. Acompañar a su tío pescador, más allá de la rivera costera y mirar la inmensidad del océano le provocaban una alegría superior. El viento y el olor de la brisa marina lo hacían soñar. El regreso a la bahía, cuando varaban en la playa Principal significaba un triunfo sobre la naturaleza. Viajar en una frágil canoa hecha de parota, y bogando, a veces contra las olas, mientras el agua salada le golpea el rostro, lo divertía. Sus ojos fueron testigos de la evolución de las embarcaciones de pesca rivereña, pasando por la pesca de altura, la pesca recreativa y los botes para el servicio turístico. La bahía de Zihuatanejo es pequeña.

Hermosa. En los ayeres que dieron inicio a la pesca, pescadores y buceadores se conocían todos. Algunos por sus apodos, otros por sus nombres. Era una comunidad amigable y con buena comunicación. Poco era lo que se podía ver y mucho de qué hablar. En el inicio las canoas se labraban a mano. La parota, ese árbol ancestral conocido como juanacaxtle por los antiguos habitantes, era el proveedor más seguro para hacer las embarcaciones. Mano y remos se convertían en fuerza y motor para impulsarlas. Cuando el niño había cumplido los trece años conoció la primera canoa con motor que surcaban las aguas de la bahía.

La imaginación y audacia de un pescador se combinó con la habilidad de un herrero. Hace tanto tiempo que el chiquillo no recuerda el nombre del pescador, pero sí el del herrero, y los detalles de ese producto híbrido que terminó exitosamente. El puerto nunca fue un pueblo de pescadores. Ese eslogan romántico es una ficción inventada por ociosos. La población económicamente activa vivía del comercio y de la agricultura. Esta última actividad parió al híbrido. El niño-adolescente recuerda los motorcitos de gasolina para bombear agua que utilizaban los campesinos para regar sus plantas. Los vecinos pudientes del puerto tenían la posibilidad de darle un uso doméstico. Al motor de gasolina de ocho caballos le adaptaron una propela que fue encargada a Hermelindo Lobato, herrero creativo. Un eje o flecha conectaba al motor con la propela.

Las canoas ahora surcaban las aguas de la bahía en minutos y sin mayor esfuerzo para los pescadores. Admiración y alegría causó ese recurso imaginativo. Al muchacho le llegó una ráfaga de melancolía anticipada. Si bien eran signos claros del avance tecnológico, se preguntaba ¿qué pasaría con los métodos tradicionales de pesca? Él y su tío utilizaban un hilo de algodón conocido como el hilo del oso. Tenían que curarlo para que resistiera la humedad, la sal, y el sol. Había dos métodos para curtirlo. En ambos casos se usaba la candelilla de los mangles. Esas raíces aéreas como patas de sancudos que cuelgan de sus ramas. Una opción, la preferida por el muchacho, lo obligaba a machacar la candelilla, para posteriormente ponerla a hervir en un balde de peltre sentado sobre un fogón improvisado de tres piedras. Cuando estaba en ebullición sumergía el carrete de hilo por unos diez minutos. El hilo quedaba listo y suave. La otra forma no le convencía, de plano no le gustaba. Se cortaba la candelilla y había que pasarle el hilo por su superficie porosa penetrándola al pasar e impregnándose de su sabia hasta que la candelilla era sustituida por otra.

El hilo quedaba listo, pero su textura era tiesa, más incómodo para manejarla. Conseguir la carnada era otra tarea enojosa, generalmente llevaban ojotón o sardina, pescarlas era fácil por la abundancia de peces en la bahía pero preparar la carnada era un martirio, un dolor de cabeza. Tasajear al ojotón en dos filetes, oler la sangre y sentado en cuclillas le producía dolor de cabeza y mareo. La fuerza de la costumbre acabó imponiéndose, así logró filetear por rutina más de un centenar de ojotones, siguiendo con su pensamiento en torno a la evolución de las embarcaciones locales, sonríe al recordar el ruido del motor  y la algarabía que provocó en los hombres de mar al ver y oir el primer motor fuera de borda de diez caballos. Después siguió el turno de los motores fuera de borda de veinticinco caballos, hasta que se llegó al escándalo, al mustang marino: el motor de cuarenta caballos. ¡Eran palabras mayores! En esos ayeres Santiago Gutiérrez era el mecánico que pudiera lidiar con esos monstruos. El tiempo pasó. Ahora ese espécimen de cuarenta caballos es ninguneado por la potencia de motores con más de cien caballos de poderío pleno.

El muchacho creció y se decantó por la buceada. El sol y el agua de mar le pintaron de amarrillo el pelo. Buceando en la saladita, en un rinconcito conocido como Cabeza de Vaca, el joven hecho hombre se sumergía al fondo pedregoso buscando cazar langostas. Lo hacía fácil y rápido. Cada inmersión era coronada con el éxito y al llegar a la superficie su cabeza amarilla anunciaba una nueva captura. En la canoa de al lado Serafín Wences otro buzo, enfadado exclama ¡Ese pinche pichichi! Cabeza amarilla ya no está dejando langostas ni para comadres. Desde entonces el sobrenombre lo identifica más que su nombre. El pichichi como cualquier pescador de cuerda o buzo, ha vivido situaciones extraordinarias, algunas inexplicables pero ciertas. Las islas marías están formadas por cuatro islas: María madre; María Cleofas; María Magdalena y la San Juanito, conocida también como San Juanico. En esta isla menor el Pichichi tenía un campamento pesquero clandestino. Una tarde deciden retornar al continente en un bote de motor con mástil.

La tripulación superaba el número de quince personas. Distante de las islas pero lejos de la costa y ya oculto el sol quedaba una claridad oscura preludio de la noche. Súbitamente el cielo se iluminó intensamente. Instantes después la luz desapareció. Azorado el Pichichi buscó con la mirada a sus dos paisanos Silvano Hernández Chanana y a Obdulio Pino Yuyo. Todos desconcertados e inquietos regresaron en silencio. Era como ver las luces de una ciudad sin ver la ciudad, pero en la soledad e inmensidad del océano pacifico. Su vida de buzo seguía. Ahora la ruta se trazó en las costas de Zihuatanejo en una pequeña canoa tripulada por tres personas: Goyo García, el más experimentado. Nicolás Rodríguez Luviano que lo hacía por placer y el Pichichi. Buscarían langostas en la franja costera de la majahua hasta la bocana de la bahía. Al llegar a Punta San Esteban, Goyo comento que por ahí había unas cuevas donde generalmente había langostas.

Él bajaría primero para mirar las posibilidades. Goyo, de estatura pequeña, delgado, prieto, pelo rizado, se lanzó. A su regreso informó que había pesca. Acuerdan que Nico se quede en la canoa. Goyo irá primero. El pichichi calcula darle unos cuatro metros de ventaja antes de posicionarse en el otro extremo de la cueva. Va en camino. El agua calma. La profundidad no supera los quince metros. Puestas las aletas y el visor el pichichi se tira. La pequeña canoa se bambolea. Nico sin moverse. Atento a las señales del agua y de los tiempos. Es el centinela de seguridad de los dos buzos. Claramente se ve la figura de Goyín buscando el fondo. Pichichi calcula estar a media agua. Está inquieto. No ve peces en una zona que por su experiencia considera que debiera haberlos topado. Se detiene. Gira. Busca a Goyín. Lo ve. Ve todo. Un poderoso animal de aproximadamente más de tres metros se mueve en dirección frontal a Goyo que en sus manos tiene una pistola para pescar, un arpón diminuto ante la magnificencia de la cornuda. El animal está embistiendo con el hocico abierto.

El Pichichi calcula que esa bestia debe pesar al menos un cuarto de tonelada, el pez martillo con sus grandes ojos en los extremos de su cabeza ancha le dan un alcance visual mayor. A lo largo de la cabeza tiene sus órganos sensoriales. Tiene perfectamente ubicado a Goyín. Su tamaño, Sus movimientos. La Cabeza en forma de mazo le facilita rastrear a sus presas. El campo eléctrico que produce el cuerpo del buzo es claramente percibido por el depredador. Pichichi ya no aguanta más. El corazón lo tiene en la garganta. El encontronazo entre el tiburón y Goyín ya se dio. Lo mira agarrado de los cuernos de la bestia. Fue lo último que resistió ver.

Presa del pánico regresa a la superficie y al llegar el terror le sale por la boca, gritando y nadando hacia la canoa mientras maldice a su compadre Nico por no remar rápidamente en su auxilio, omitiendo que su compadre no era saurín. Sube a la canoa y atropelladamente su lengua habla. La boca escupe frases. ¡A Goyín se lo comió una cornuda! La tensión se apoderó de ambos. Nico no entendía lo que pasaba, y el Pichichi no ayudaba a aclarar el acertijo. Miraba a todos lados angustiado. Cerca de la canoa emerge Goyín con toda la adrenalina transpirándola por cada poro.

El arpón retorcido y de la lengua fluyendo insultos culpándolo del ataque por no haberse quedado quieto. Ya en la canoa los tres se dirigen a la bocana y en el borde de la bahía frente a la playa de Las Gatas. Goyo pide que se detenga la canoa y le ordena al pichichi que se ponga las aletas y el visor ¿Para qué? Para que bucees. ¿Estás demente? ¡Por supuesto que no lo haré! Ya paciente Goyín le dice escúchame Gabriel, si no lo haces ahora nunca más volverás a bucear. El Pichichi se resistía. Aceptó pero con una condición. ¿Cuál? Tírate tú primero y me acompañas hasta el fondo. Así sucedió. Desde entonces cada vez que baja a las profundidades la duda lo asalta pero esta desaparece al llegar a su destino. Al Pichichi una enfermedad le arrebató un ojo. El corazón sufrió un susto, pero sigue cabalgando con una lancha de servicios turísticos.