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SERAPIO

JORGE LUIS REYES LOPEZ

Nicomede Nambo no aprendió a leer ni a escribir. Tenía ideas claras en la cabeza. Pronto el General Lázaro Cárdenas del Río estará en Zihuatanejo, y él desea conversar con el presidente de la república. No dudaba de sus razones. Pocas personas dominaban la escritura y la lectura en el pequeño puerto de Zihuatanejo. Necesario era encontrar quién le hiciera la carta. El mulato recordó a un trabajador de la aduana de apellido Manzo que le resolvería el obstáculo. Ligero llegó al palacio federal encontrándose de frente con el aduanero. En breves palabras compartió su inquietud y pidió el favor que no le fue negado. La petición contenía la creación del ejido de Zihuatanejo al hombre que podía concederla. Llegado el General, Nicomede reculó. Las corvas le temblaban. Sencillamente no podría hacerlo. En el medio de su congoja vio en Salvador Espino su tabla de salvación.

Su salvador tomó la carta, acompañó a Nambo a plantarle cara al General Cárdenas. “Este hombre le tiene miedo”, le dijo al presidente, señalando con el dedo a Nicomede Nambo. Lapo, rasurándose frente al espejo, reflejaba un gesto del rostro que se tornaba en sonrisa al recordar las tribulaciones del bonachón de Nicomede. Esas cosas pasaron hace años. La idea fue buena pero muchos la rechazaron. Otros se consideraban estibadores, no trabajadores de la tierra. Cárdenas se entusiasmó con la petición y decidió crear el ejido aunque fuera con mujeres y panaderos. Lapo conserva la sonrisa. Ahora recuerda a María y Luisa Ávila, a Josefina Padilla y a Pachita Mendoza. Todas consideradas en un principio candidatas a ejidatarias. Lapo termina de rasurarse y se va a sentar a la hamaca. Enciende un cigarro y le da una profunda aspirada.

Esos ayeres fueron difíciles para muchas familias. En el segundo tercio del gobierno del General Lázaro Cárdenas nació el ejido. La compañía Inguaran, S.A.de C.V. propiedad de ciudadanos franceses eran los dueños de la hacienda de Agua de Correa. La hacienda de la Puerta estaba en manos de la testamentaria de Darío Galeana Farfán y otra fracción era de Adrián Leyva. Con la hacienda de Agua de Correa y la hacienda de La Puerta, se creó al ejido de Zihuatanejo. El abuelo sabía que en un lugar pequeño suelen pasar grandes cosas. El nacimiento del ejido le parecía cosa grande. Cuando pensaba en el asunto de las tierras le surgían algunas dudas a las que no le encontró respuesta. Una de ellas, recurrente por cierto, era aquella de ¿Por qué no adjudicaron al ejido las tierras frente a la playa de Las Gatas? Con mucha claridad reprodujo mentalmente los rostros de Catarino Otero, de Esteban Zarate y de Pedro Nogueda el padre de Prisca que acabó uniendo su vida a la del alemán Aren Von Rieguen.

Desde temprano el cielo se nubló, hacía rato que estaba tronando. Lapo dejó la comodidad de la hamaca y se paró para cerrar la puerta, le puso la tranca, encendió el candil y volvió a la hamaca. La lluvia pronto llegaría y no tenía intención de interrumpir sus recuerdos. Sabía que después de un aguacero abundante, la laguna amanecería con la suficiente agua para impedir atravesar cómodamente Las Salinas, obligando a la gente a rodearla, aunque don Alberto Castro utilizaba su panga, y se le veía ir parado en el centro de la embarcación, empujándola con un remo que se apoya en el centro del agua. Era una estampa muy familiar verlo ir y venir para cuidar su huerta de cocos al otro lado del embalse. Dos sucesos tenía presente el abuelo. Ambos antes de la creación del ejido. Los habitantes de Zihuatanejo eran obligados a pagar pisaje a los dueños de la compañía Inguaran.

Este impuesto, por llamarlo de alguna manera, era el precio a pagar por el consentimiento de construir una casita, siempre y cuando esta fuera de madera y palapa. Sí que eran días difíciles cuando la tierra era de los hacendados. El otro asunto no era menos agradable. Wenceslao Ramírez, El Sapo, declinó ser ejidatario. Colaboró con el comité agrario en la lucha por obtener la creación del ejido. Su actividad económica principal era la maderera. Un aciago día bajaba del cerro con cuatro burros arrastrando madera cuando a la orilla del pueblo fue detenido por el administrador en turno de la compañía Inguaran acompañado de pistoleros. El Sapo no se achicó. El representante de los hacendados era de Pantla y reclamaba el derecho a confiscar la madera por ser talada en propiedad de la hacienda. El alboroto creció. Los vecinos acudieron en auxilio de su conocido, la tensión creció. Ya no era solo la madera lo que querían. Deseaban un severo castigo al maderero. Imposible de aceptarlo por la comunidad. Al final Wenceslao y sus burros entraron al poblado sin madera. La gente seguía encorajinada, ya estaban cansados de los abusos de los hacendados a quienes calificaban de baquetones amparados en la sombra del dinero, del poder ajeno. Se reunieron y decidieron solicitar la intervención del gobierno federal, a fin de que el vaso del pueblo fuera declarado fundo legal y así obtener tierra suficiente para vivir y sembrar.

No resultaba novedosa la decisión de Lapo de encerrarse en su cabañita. Cualquier costeño podía leer los tiempos de lluvia, de la misma manera que calculaban la hora con solo mirar la posición del sol. Lo que el abuelo calculó no fue solo la lluvia, sino la intensidad. La casa ubicada a la orilla del barrio del huizache tenía a su espalda una laguna chica y más allá la laguna de Las Salinas que servía como un vaso regulador ante las continuas inundaciones del  pueblito. De manera que por la pendiente de la calle bajaba el agua de los arroyos que desembocaban en Las Salinas. Esos escurrideros se volvían arroyos vigorosos que arrastraban no solo ramas y troncos, también bajaban obligados algunos reptiles no siempre inofensivos. Había que estar atentos, tanto al agua, que fácilmente podía inundar las viviendas, como a cualquier serpiente que buscara refugio. Como hierbero estaba acostumbrado a lidiar con la fauna nociva. Su catre tenía pabellón que lo protegía de los sancudos. Con cuidado levantaba el petate e insertaba abajo los extremos del pabellón que colgaba del techo amarrado con una pita. El machete enfundado muy bien afilado estaba a su lado. El candil tenía que estar encendido y protegido de cualquier inundación. Se aseguró que tuviera suficiente petróleo y de que la mecha no fuera corta. Seguía siendo la temporada de lluvias la estación que más lo revitalizaba. Oír los truenos, mirar las veloces luces de los relámpagos o el peculiar ruido de los rayos y sus luces zigzagueantes lo relajaba, estaba listo para dormir cómodamente. El viento no parecía ser una amenaza, se metió al catre y se estiró esperando la llegada del sueño.

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