Opinion

SERAPIO

By Despertar de la Costa

May 01, 2024

Jorge Luis Reyes López.

Último domingo de abril de un año que no recuerdo, soy invitado de Lapo para visitar en Agua de Correa a un conocido. El abuelo lleva el viejo sombrero de palma de ala ancha que le ayuda a protegerse de los iracundos rayos solares. Hemos llegado. El predio donde está la casa está abajo del nivel de la calle. Tiene un amplio patio en el que cuatro árboles frutales proyectan una espesa sombra. La entrada al patio es independiente y desde la calle se baja por unos escalones que desembocan en el centro de la sombra que tanto ciruelos como nanches arropan al lugar. Un oasis de frescura. Desde la calle empezó a gritar el abuelo. Mateo, Mateo. Conforme bajaba espaciaba el Mateo, Mateo. Al pisar el patio nos detenemos un momento. Del rincón derecho divisamos la figura de un hombre delgado con unos largos brazos colgándole a los costados.

Camina sin prisa echado para adelante. Sonríe amablemente. Bienvenidos Lapo, ya te esperaba. Tomen asiento, dijo, señalando unos sillones dispuestos en semicírculo. El abuelo permanece parado hasta saludar con un fuerte apretón de manos a Mateo. Este patio trae recuerdos de aquellos patios de las casas del antiguo Zihuatanejo. Espacios aprovechados para diferentes usos. Ahí jugaban los niños, el suelo era usado para jugar a las canicas, a la pitima o al burro al que otros llamaban avión; también era usado para persogar animales: burros, caballos, chivos, bestias mulares y por supuesto vacas; los patios tenían árboles frutales o árboles endémicos. Los patios eran también, lugares de reunión familiar o salas al aire libre para tratar asuntos más privados. Se sentía un ambiente de paz y de armonía. Pasado el protocolo de los saludos y sentados todos, la conversación naturalmente se fue deslizando hacia vivencias que permitieron tener una idea más nítida de Mateo. Supe sus apellidos: Cruz Espino. Jesús Cruz Alvarado y Simona Espino Esquivel fueron sus padres.

Séptimo hijo de una estirpe de doce hermanos. Seis mujeres y seis varones. Él es el séptimo de todos los vástagos. Serapio en silencio lo escucha. Ocasionalmente hace preguntas como saber su fecha de nacimiento. Nací el veintiuno de septiembre de mil novecientos cuarenta y tres. El hombre se ve macizo. Seguro al caminar. Tiene la mente achispada. ¡Ni las corvas te tiemblan!, soltó el abuelo. ¡Ay amigo hubo una vez que si me temblaron! Da un respingo y se incorpora, ya parado empieza a platicar de bulto. Tenía 19 años cuando fui a ver un partido de béisbol entre las Panteras de Agua de Correa y los Piratas de Zihuatanejo. Se jugaba aquí, enfrente del panteón donde ahora está el campo de futbol.

Un campo terregoso donado por Alfredo Gómez, después de que Ricardo y José Mosqueda se quejaron de que los peloteros les quebraban las tejas del techo de sus casas porque antes se jugaba en el zócalo, así que los bateadores seguido mandaban las pelotas a los techos. Yo era recogebolas. El pitcher de las Panteras era Raúl Otero. De pronto el equipo se queda sin lanzador. José Pineda,  La Caica me llama para decirme que le entre. No, yo no sé, le respondí. Tó nomas tírame, yo te voy a cachar. Entendí que me lo decía para darme confianza. Hice unos seis tiros para calentar el brazo. La Caica grita ¡Ya estás listo! Se deja venir el bateador de los Piratas. Ví un hombrón parado junto al jom agarrando el bat como si fuera un juguete. Mateo apunta al cielo para explicar el tamaño del bateador. Me sentí inseguro y quise salirme. El grandote advirtió mi turbación y me miró fijamente. Avienta el bat y camina hacia mí. Sin prisa, al paso, pero sin titubear ni tantito, sostenido el ritmo se acerca y cada paso lo veo más grande. ¡Qué carajo estoy haciendo aquí pensé! Quise alejarme nuevamente pero las piernas no me respondieron.

Entre el calor y mis nervios ensoparon mi camisa. Cuando el bateador llegó me preguntó muchacho ¿Tú sabes? No profesor, le contesté. Yo te voy a enseñar. Presta atención y fíjate bien en lo que te voy a decir. No pierdas de vista los movimientos que haga, y escucha con cuidado -Mateo al platicar se ve engallado, entusiasmado. Abre las piernas simulando estar en la loma del diamante. Las puntas de los pies se mueven hacia adentro y hacia fuera como buscando afianzarlos. Luego sube los brazos hasta la altura del pecho y abre la mano izquierda como si fuera un guante, mientras la mano derecha se convierte en puñopelota entrando y saliendo de la mano abierta. Con la vista fija en un plato imaginario, balancea el brazo derecho amenazando con hacer un lanzamiento- mi consejero me explica el significado de pisar el diamante o mover un pie antes de lanzar. Terminan sus recomendaciones y observaciones y regresa al jom para batear.

La Caica me hacía señas insistentemente. Nada le entendí y en mi cabeza solo estaban los consejos del bateador: pasa la bola por encima del jóm; busca las esquinas sin que la bola se salga del plato; asegúrate que la pelota no pase abajo de las rodillas ni arriba del pecho del bateador. Después de oírlo me sentí bien, tranquilo, sin nervios. La Caica seguía con sus señas. Me dispuse a tirar. Lanzo y el bateador abanica. El segundo tiro el ampayer Santillán marcó bola. Respiro hondo y tiro con toda mi fuerza. Escucho cuando el ampayer cantó estrai tu. Casi sin detenerme solté el brazo, oí estrai tri aut. Ponchado Lapo,  ponchado el primer bateador que enfrenté en mi larga carrera de beisbolista. Ese día ganamos el juego. Finalizado el partido el bateador grandote me felicitó. Me dijo eres buen tirador me gustaría verte jugando en mi equipo. Gracias profesor le respondí. Desde entonces vivo agradecido con esa persona. ¿De quien hablas, Mateo? De una leyenda.

El béisbol le debe mucho. Él lo trajo a Zihuatanejo. Ese bateador era Angel Tellechea Pineda, Chamberina. Alegre Mateo se sienta y de su camisa abierta asoma un pecho y abdomen magro. ¿Cómo le haces para no engordar?, pregunta el abuelo. Pienso que ha sido mi estilo de vida. Siendo muchachillo trabajé de fletero de Adolfo Ureña, un arriero. Tenía doce burros. Con ellos bajaba tablones de diferentes maderas desde El Calabazal, La Vainilla, Los Duendes y de El Zapote. Era una vida dura pero pacífica. La madera la traíamos aquí, a Agua de Correa y se la entregábamos a Narciso Gutiérrez. Yo ganaba dos pesos que corría a entregarle a mi mamá para el gasto familiar. Éramos muchos y pobres. A las cinco de la mañana se levantaba Mateo y caminaba al potrero para traer los burros y ensillarlos para salir temprano al aserradero y poder regresar el mismo día por la noche. En tiempos de lluvia no siempre podíamos regresar el mismo día debido a que el arroyo crecía y nos impedía cruzarlo, entonces Valle Nuevo resultaba un refugio seguro y cómodo mientras se espera que baje la creciente. La vida seguía su rutina y la familia necesitada.

Al dejar de ser arriero y convertido en un joven, Mateo trabajó de peón sembrando maíz; quebrando, partiendo, secando y sacando coco. Había que encostalar la copra. Ni las borusas se escapaban. Los patrones ya pagaban doce pesos por el día. Amador Campos Ibarra, Narciso Reglado, Gildardo Vargas, Gustavo Maciel, María Pineda, y Alfredo Gómez fueron sus patrones. Mateo traía planes con María Elda Sánchez. El muchacho pensaba formar un hogar. Ocupaba su mente en cómo mejorar sus ingresos.  Zihuatanejo empezaba a cambiar de cara y muchos cerros de tepetate estaban siendo devorados para nivelar calles y terrenos del puerto. La paga parecía buena. No lo pensó mucho. Pronto se convirtió en chalán frecuentemente haciendo equipo con Goche Reséndiz y con Imeldo Sánchez. Los patrones no eran muchos. Cavilando, Mateo recuerda a Agustín Galeana, El Chaco; a Mario Morales Vallejo y al Dr. Vicente Castro Carmona. Llenar los cajones de los carros de volteo a pala limpia era un esfuerzo físico desgastante. El sudor era un compañero asiduo. Los músculos siempre tensos. Picar con la barra los cerros de tepetate hasta lograr derrumbarlos, precipitando el material a la pata de los cerros, a la parte plana donde los carros de volteo con un cajón de dos a tres metros cuadrados, serían cargados por los chalanes a punto de pala. ¡Dura vida, vida dura!. No solo templaba al cuerpo, también lo hacía con el carácter. Hombre tragando polvo. Cubriendo nariz y boca con paliacates.

Limpiándose de la frente una suave costra de tierra mojada por el sudor, convirtiéndolo en una masa fofa que corría por el entrecejo. Esa era la vida de los chalanes. Nada es permanente, todo cambia. La vida de Mateo no pudo sustraerse al principio de cambio, así en el año de mil novecientos setenta y tres, el gobierno federal expropió tierra a los ejidos del Rincón, Zihuatanejo y Agua de Correa. El joven Mateo con treinta años de vida, decide trabajar limpiando terrenos a los ejidatarios de su comunidad a destajo. Misma labor que realizó en Zihuatanejo. A echarle golpe a otro lado porque no hay de otra. Los brazos del galgo beisbolista seguían empoderándose. El hombre grande, Chamberina, aconseja Cruz Espino que es tiempo de pensar en el futuro y de proteger a la familia.

Años anteriores, por el lado de El Limón, muy cerca de la actual unidad deportiva, se estableció una fuente de trabajo, coloquialmente llamada por los porteños La planta pesquera. Hacia allá dirigió Chamberina el destino del beisbolista. De la mano lo lleva y lo presenta con el administrador, un alemán bajito, risueño y amable de nombre Herman. Aquí debes de trabajar Mateo, le dijo el profesor, para que cuando el tiempo pase puedas vivir tu vejez con dignidad mediante una pensión una vez que te jubiles. ¡Yo que sabía de eso, Lapo! Desde entonces vivo agradecido con Chamberina. Cuando el profesor ya retirado como beisbolista, pero activo como coach, lo incita a formar parte del equipo Akali dirigido por él, Mateo acepta de inmediato. Akali era una marca de salchicha promovida como hecha de tortuga. La verdad es que la salchicha era un champurrado de carne de res y carne de tortuga.

Esa planta pesquera tenía sus propias embarcaciones como aquellas llamadas poquianchis, enormes cayucos. En la planta se procesaba la carne de las tortugas capturadas por la cooperativa de pescadores Vicente Guerrero. La piel curtida era regresada a los pescadores. Mateo hace un alto y suspira hondo. Entrecierra los ojos y como un susurro dice que los salarios de la planta eran mejores que los que pagaba el aeropuerto a sus empleados. Combinar el trabajo con el deporte no le resultó complicado. Durante doce domingos consecutivos estuvo pichando.

En una ocasión jugando contra el equipo de Las Peñas, ese domingo jugó dos partidos de nueve entradas el primero y siete entradas el segundo. ¡Un mano a mano de dieciséis entradas! ¿Sabes lo que es eso, Lapo? ¡Es la muerte y la gloria! ¡El brazo ya no te pertenece, ya no es tuyo, tú eres el brazo, todo tú eres brazo! Ese juego lo ganamos y nos llevamos el trofeo. Los de Las Peñas eran pudientes, jugaban bien, bravos y con honor. Mateo hace una pausa y luego recuerda que llegó a ser tan conocido su picheo que un equipo de beisbol de Lázaro Cárdenas manejado por una persona a la que le decían Charapendo algunas veces lo invitó a jugar apoyándolo con quinientos pesos por juego. Pedro Landa era un buen cacher y mejor amigo y eran una pareja eficiente en el diamante. Ambos jugaron en Lázaro y recibieron el mismo apoyo.

Sosegado, Mateo mira la vida tranquilamente. En la pantalla grande ve juegos de beisbol de las grandes ligas, a veces se anima a visitar la unidad deportiva y distraerse viendo el beisbol local. Disfruta a sus hijos y a sus nietos. Sonríe recordando lo que la vida le dio y gozando la vida presente.