La actual administración federal fue elegida con el mayor apoyo popular en la historia democrática del país. En parte esto fue por el hartazgo de los sectores populares que vieron, década tras década, cómo había un vínculo entre la usurpación del discurso público por parte de unos pocos actores que, a la vez eran beneficiados política y económicamente por la clase gobernante.
Por tanto, las promesas de acabar con la corrupción y los excesos de esos pocos sectores privilegiados han sido la punta de lanza de la narrativa oficial de “primero los pobres”. Así, los recortes al gasto público, la cancelación de privilegios fiscales, el tránsito a esquemas de transferencias directas a beneficiarios en programas públicos, y ahora, la extinción de fideicomisos, son elementos que forman parte de la misma narrativa de anticorrupción y, en cierto modo, hace sentido: ¿quién podría negar que ante el desmantelamiento documentado del Estado en sexenios anteriores había que hacer cambios, que los esquemas de desvío y malversación de recursos públicos tienen que eliminarse?
Dicha narrativa –y esto es muy importante para lograr un debate público que esté a la altura de las exigencias democráticas de amplios sectores de la población– funciona porque ha tenido aciertos. Desde Fundar, por ejemplo, se ha apoyado el combate a privilegios fiscales de grandes contribuyentes; por lo que fomentar el pago de impuestos por parte de empresas acostumbradas a evadir sus responsabilidades fiscales es una apuesta de este Gobierno que hemos reconocido. Pero la narrativa por sí misma no hace que las medidas funcionen, y así también hemos criticado recortes inaceptables al gasto público y el constreñimiento de las funciones del Estado por medidas de austeridad. Esto, por poner dos ejemplos de una medida adecuada y otra inadecuada que se han vendido como igualmente necesarias.
El debate público actual está hoy sobre la mira de un mecanismo fiscal que no es ni lo uno ni lo otro: los fideicomisos para el manejo de recursos públicos. Los fideicomisos son instrumentos financieros que, sin mecanismos de transparencia, rendición de cuentas y utilizados indiscriminadamente, pueden en efecto servir para hacer un mal uso de recursos públicos. Pero los fideicomisos son también instrumentos que pueden apoyar a tener recursos disponibles de manera ágil y flexible en áreas clave para la garantía de derechos o en entornos de crisis.
La discusión pública sobre los fideicomisos se ha centrado en un debate a favor o en contra, vendiéndolos como el mecanismo más corrupto o el más perfecto para ejercer recursos. Ambas visiones resultan extremas, y dejan de lado aquello que necesitamos: revisar cada uno de ellos, evaluarlos, proponer reglas claras para su mejora cuando tenga sentido que el fideicomiso exista, o un mecanismo de extinción adecuando cuando tenga que desaparecer. ¿En qué casos tiene sentido un mecanismo como el fideicomiso para la garantía de derechos humanos, por ejemplo?
Tomemos como ejemplos el Fondo de Ayuda, Asistencia y Reparación Integral (FAARI) o el Fondo para la Protección de Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas. El FAARI fue creado por la Ley General de Víctimas (LGV), impulsada por el movimiento de víctimas, organizaciones de la sociedad civil y académicas y académicos hacia finales de la administración de Felipe Calderón, en respuesta a la grave crisis de violaciones a derechos y violencia desatada por la política de seguridad; y es un mecanismo financiero que sirve para pago de ayudas, asistencia y reparación integral para víctimas. El Fondo para Protección, por otro lado, fue creado con la Ley de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, y cumple con el objetivo de brindar medidas de protección para periodistas y personas defensoras, como su nombre lo indica. En ambos casos, podemos observar dos características en común: 1) son fideicomisos constituidos por ley y no al arbitrio del Gobierno en turno por decreto; y 2) son fruto de procesos de lucha de víctimas, personas defensoras y periodistas.
¿Estos fideicomisos cuentan con los controles necesarios para el buen uso de recursos públicos? En el caso del Fondo de Protección, la Junta de Gobierno del Mecanismo para la Protección de Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, tras un análisis, ha concluido que el Fondo “continúa siendo la figura más adecuada para la gestión rigurosa, transparente y flexible de los fondos destinados a la implementación de medidas de protección para personas defensoras de derechos humanos y periodistas”. La Auditoría Superior de la Federación (ASF), si bien ha advertido de “irregularidades y deficiencias” en el desempeño de la CEAV, en el caso particularmente del FAARI lo que ha señalado es que necesita más recursos, además de declarar que la dependencia ha cumplido con las últimas recomendaciones a la auditoría financiera y de cumplimiento realizada por la ASF. Esto no quiere decir que sean mecanismos perfectos, pero sí permite asegurar que cumplen con controles mínimos, reglas claras y que las áreas de mejora están plenamente identificadas.
Por ello, tanto el FAARI como el Fondo para la Protección presentan características de origen (estar constituidos por ley gracias a la exigencia de víctimas, personas defensoras y periodistas), estructurales (tener disponibilidad presupuestaria y flexibilidad para acciones clave en la garantía de derechos) y de transparencia mínima (basada en análisis realizados por las instancias públicas pertinentes) que confirman la necesidad de su permanencia como fideicomisos.
Para que los derechos se garanticen se necesitan recursos públicos. Para que los recursos públicos garanticen realmente derechos se necesitan esquemas adecuados para su financiamiento: desde Fundar reiteramos que los fideicomisos tienen que revisarse uno a uno para determinar su mejoramiento o extinción, y urgimos al Poder Legislativo tomar en cuenta los análisis propuestos para tomar sus decisiones.