Jorge Zepeda Patterson
No sé quien lo habrá usado por primera vez, pero lo cierto es que el eufemismo “no me llames, yo te llamo”, se ha convertido en la expresión coloquial más socorrida para deshacerse de un solicitante indeseado o un cortejador rechazado. Ya era bastante explícito el supuestamente neutro “¡nos llamamos!” cuando dos conocidos se topaban para intercambiar saludos pero no afectos y acudían a la expresión para dejar en claro que un siguiente contacto quedaba en el limbo y ninguna de las partes estaba interesada en hacerlo efectivo. Pero el “no me llames, yo te llamo” es un categórico rechazo.
He recordado la expresión a propósito de la apenas esbozada estrategia de vacunación dada a conocer por parte de las autoridades de Salud. Se nos informa que en algún momento a fines de febrero se habrá concluido con la inoculación del sector médico y arrancará el programa a población abierta, empezando con todas las personas de 60 años y más. Este viernes un convaleciente pero optimista presidente afirmó que en febrero llegarán seis millones de vacunas y en marzo otras doce millones, lo cual significaría que en dos o tres semanas comienza la aplicación masiva.
Se trata de una buena noticia, aun si pasamos por alto que el propio Hugo López Gatell no estaba tan seguro de que los laboratorios fueran a cumplir en tiempo y forma con esas cantidades y que una de las vacunas, la rusa Sputnik, todavía no haya sido aprobada por la Cofepris. Pero confiemos en que, incluso si esos números no se cumplen, habrá suficientes dosis para comenzar la inoculación de los adultos mayores, aun cuando sea a un ritmo más titubeante del que sería deseable.
Las duda que consume a la mayoría de los 15.4 millones de personas de 60 años o más, tiene que ver con los “cómo”: ¿a dónde se acude? ¿En qué teléfono, oficina pública o portal de internet se toma turno? ¿Qué documentos se presentan? La respuesta del gobierno es escueta: “no haga nada, no llame, nosotros lo llamamos”.
Y si “no me llames yo te llamo” socialmente es equivalente a un desdén, se entiende que quien desdeña al menos corre la atención de llevarse nuestro número de teléfono. Algo que mantenga la precaria ilusión de recibir esa llamada. Pero cuando nos asestan la ingrata frase sin siquiera tener un dato para localizarnos, la respuesta es francamente ofensiva.
Para decirlo rápido, el gobierno no tiene cómo encontrar a buena parte de los 15.4 millones que en teoría tendrían que ser vacunados. Ya no hablemos del reto logístico que supondría el ejército de call centers para realizar millones de búsquedas, muchas de ellas fallidas, sea porque se carece del teléfono del posible paciente o porque este lo ha cambiado.
Las autoridades simple y sencillamente no tienen un registro telefónico de toda la población. El programa de pensiones para el Bienestar de las Personas Adultas supone un patrón de ocho millones de personas, lo cual significa que casi la mitad del universo a vacunar en las próximas semanas no está en el radar. E inclusive si un anciano ya es beneficiario del programa habrá una cantidad significativa de casos con números cambiados, teléfonos extraviados o mal registrados. Los jubilados del IMSS ascienden a 3.9 millones personas, pero muchas de ellas ya están contabilizados en el grupo señalado arriba y tampoco ellos tienen alguna certeza de que el Instituto tenga un teléfono actualizado.
En suma, el gobierno nos pide no hacer nada, salvo esperar una llamada. Un esquema de organización que no solo parece irresponsable en una pandemia en la que el tiempo literalmente es un asunto de vida o muerte. También se presta a interpretaciones políticas. El ordenamiento de turnos por apellidos o números de IFE sería políticamente neutro; pero no lo es que la autoridad se atribuya la facultad de decidir a quién llama o de quién se tienen datos actualizados. Otra vez, tratándose de vidas en juego, el tema es explosivo.
Hace una semana, en este espacio, externé algunas objeciones sobre el esquema de brigadas de vacunación anunciadas, por considerar que grupos de diez o doce personas, en el cual solo dos son de servicio médico, resultaba redundante y burocrático, particularmente en zonas urbanas, donde se encuentra la mayoría de la población. En lugares en los que existan tres o cuatro unidades de vacunación ¿qué van a hacer los otros treinta integrantes de las brigadas? ¿O tales brigadas solo se usarán para regiones aisladas a las que los servicios de salud deban trasladarse? ¿Por qué no se habla de una red de establecimientos físicos, como en otros países, a los que la población pueda acudir a inocularse?
Desde hace meses sabíamos que en algún momento de 2021 comenzaría la esperada vacunación masiva. Las autoridades tuvieron todo el tiempo para preparar la sectorización geográfica; la ubicación de la red de nodos de vacunación en edificios públicos, clínicas o farmacias, en atención a la densidad de población; la definición de criterios por edad, apellido, terminación de dígitos del número del IFE o cualquier otro para asegurar un flujo regular y manejable a lo largo de los dos meses que, en teoría, tomará vacunar a este grupo de edad. Tengo la esperanza de que la operación telefónica que ha propuesto el gobierno sea simplemente una especie de sondeo para conocer la proporción de casos que pueden acudir a un centro de vacunación, frente a los que no son transportables y deban ser visitados. Ojalá, pero si es sondeo ¿por qué no lo hicieron hace meses?
También tengo la impresión que una empresa como Bimbo o Coca Cola podrían diseñar una logística para llegar a todo el territorio (lo han hecho desde hace décadas), o que las farmacias tienen consultorios en todos los barrios de México. No sostengo que debamos entregarnos a una empresa privada en algo tan crucial como la vida de los mexicanos; solo quiero ilustrar qué hay mucha experiencia e infraestructura como para inventar el hilo negro. “No me llames, yo te llamo””. ¿De veras?
Por lo pronto, y con lo que hasta ahora sabemos, parece que al encierro angustiante y a la zozobra para sobrevivir mientras se encontraba una vacuna, ahora habrá que sumar el tiempo que le llevará al gobierno a encontrar a cada uno de nosotros.