Carlos A. Pérez Ricart
No hay límites a lo peor. Con estas seis palabras empecé una columna escrita para este mismo espacio hace menos de dos meses. Hacía referencia a Daniel Ortega y a su incesante degradación como Presidente de Nicaragua.
El pasado 7 de noviembre Daniel Ortega, líder histórico del movimiento sandinista y Presidente de Nicaragua desde 2007, validó la máxima: No hay limites a lo peor. Ortega “ganó” la elección presidencial de su país con el 75% de los votos a su favor. Su “victoria” le abre la puerta a un cuarto mandado presidencial consecutivo y tercero desde que en 2014 él y su grupo cambiaran la Constitución para permitir la relección indefinida.
La elección del 7 de noviembre, como otras anteriores, fue una farsa. Una gran pantomima. En Nicaragua las autoridades electorales están controladas por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), un partido político que desde hace mucho tiempo dejó de ser frente, sandinista, y de liberación; el padrón electoral lleva años sin auditarse; no es público y está amañado a conveniencia del líder; el día de la elección no hubo forma en que la comunidad internacional confirmase que se cumplieran mínimos estándares democráticos. A los observadores de la Organización de Estados Americanos (OEA), de la Unión Europea y del Centro Carter se les prohibió la entrada al país. Lo más abyecto es, sin embargo, la falta de libertad política que hay en Nicaragua: las elecciones del 7 de noviembre se dieron en un contexto intolerable: siete probables candidatos presidenciales detenidos, tres partidos políticos ilegalizados, y más de treinta lideres políticos encarcelados. Otros tantos viven en el exilio. Todo eso abonó para que ninguna persona con mínimas posibilidades de triunfo pudiera enfrentarse a Ortega en la elección presidencial.
Aunque los números oficiales señalan que la participación electoral rebasó el 65 por ciento del padrón, Urnas Abiertas —un observatorio ciudadano formado para el monitoreo del proceso electoral— difundió que, según sus casi 1500 observadores repartidos por todo el país, la abstención rebasó el 80%. En ello concuerdan versiones periodísticas que, en todos sus reportes, muestran que los centros de votación se mantuvieron vacíos la mayor parte del día. En algunos lugares no asistió ni un solo votante.
El apoyo al régimen es mínimo. La encuesta con mayor credibilidad en Nicaragua, CID-Gallup, publicó que la intención de voto por Ortega no rebasaba el 19 por ciento. Esa misma encuesta demostró que la mayoría de la población no solo no iría a votar, sino que desconfiaba directamente de la autoridad electoral. De ahí que el supuesto apoyo del 75 por ciento de la votación en favor de Ortega no solo resulte inverosímil, sino jocoso. Un porcentaje ridículo.
Admitámoslo: la posición del Gobierno de México ante lo que sucede en Nicaragua no es fácil. Por un lado, debe buscar alejarse de las voces injerencistas que llegan desde Washington. Por el otro, en el marco de sus compromisos internacionales, debe buscar salidas políticas que garanticen el ejercicio de libertas políticas en el país centroamericano. Admitiendo la tensión y la complejidad del cuadro político, no puede aceptarse que la Cancillería de México siga sin condenar, así sea mínimamente, el estado de las cosas en Nicaragua.
La posición de México se había caracterizado, hasta ahora, por su pasividad y condescendencia con el régimen de Ortega: una llamada de atención, un tweet medianamente crítico, un exhorto que no leyó nadie. Después de las elecciones del 7 de noviembre, aunque tuvimos una oportunidad, nada de eso cambió.
El 12 de noviembre, en el marco de la clausura de la 51° Asamblea General de la OEA, varios países promovieron una resolución sobre la situación en Nicaragua. En ella se señalaba que las elecciones en ese país “no fueron libres ni transparentes ni tienen legitimidad democrática”. Se esperaría que México, como firmante y promotor de la Carta Democrática Interamericana hubiese apoyado la resolución. No fue así. La resolución terminó por ser aprobada por 25 votos a favor, uno en contra y siete abstenciones. Entre las abstenciones estuvo la de México. Incluso Argentina, gran aliado estratégico durante en todo lo concerniente a la situación en Nicaragua, votó a favor de la resolución. Las otras seis abstenciones fueron de las delegaciones de Bolivia, Honduras, San Vicente y las Granadinas, Santa Lucia, Dominicana y Belice —apenas para una hexagonal de Concacaf.
¿Que la OEA ha sido tomada por un grupito de funcionarios con perfiles antidemocráticos? Sí, es verdad. ¿Que la DEA jugó un papel importantísimo en legitimar el golpe de Estado contra el Gobierno de Bolivia en 2019? También es cierto ¿Que Luis Almagro ha vuelto a la OEA un espacio en el se impulsan agendas parcializadas? Cierto. No hay duda.
Sin embargo, se equivoca la Cancillería de México en hacer de Nicaragua una víctima de su —por demás legitima e incluso necesaria— disputa con la OEA y su inefable Secretaria General. Es posible hacer ambas cosas: repudiar la escalada autoritaria de Daniel Ortega en foros internacionales (y así cumplir con compromisos diplomáticos básicos) y, al mismo tiempo, continuar luchando, al interior y de forma inteligente, por transformar la OEA en un organismo verdaderamente plural.
Validar la elección de Ortega a través de la abstención en la Asamblea de la OEA fue un error diplomático y político. Para comenzar, representa una piedrita más (¿y cuántas van ya?) en el zapato del actual Canciller en su lucha por llegar a Palacio Nacional. Puedo imaginar —desde ahora— a los críticos del círculo rojo en 2024 recordándole el infame voto. Además, la abstención en la OEA supone un retroceso en el objetivo del canciller por devolver a México al primer plano regional. Lo más importante, sin embargo, es que parece dar el mensaje de que sí, en efecto, el gobierno del Presidente López Obrador está dispuesto a coquetear con autoritarismos rancios.
Y ojo: no se trata de ser injerencista ni de montarse en la peor tradición de golpes de estado financiados desde Washington. Se trata de pintar una línea en donde hay que trazarla. De fijar posiciones donde hay que hacerlo: sin miedo a la crítica de la izquierda radical y sin dejarse avasallar por la lógica de la derecha antipopular. Se trata de gritar —fuera y dentro de nuestras fronteras— la frase que tanto sentido dio al movimiento político que ha encabezado el presidente los últimos treinta años: Democracia Ya, Patria para todos.