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Mueren un millón de microempresas

Armando Ríos Piter

De acuerdo con el estudio sobre la Demografía de los Negocios (EDN 2020) publicado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), de las 4.9 millones de empresas micro, pequeñas y medianas que había en el 2019, un año después solamente sobrevivieron 3.85 millones. Esto significa que un millón 10 mil 857 establecimientos, es decir el 20.81 por ciento del total de MyPimes en el país, cerraron sus puertas definitivamente. La repercusión de este colapso en materia de empleo es mayúscula. En total se perdieron 4.12 millones de puestos de trabajo. En los establecimientos que dejaron de operar, laboraban casi 3 millones de personas, mientras que los locales sobrevivientes tuvieron una disminución de 1.15 millones de personas.

Lo dramático de estas cifras contrasta con la actitud optimista declarada por parte de López Obrador al cumplirse dos años de su mandato. Tras cumplirse 24 meses en la presidencia de la República, AMLO declaró emocionado que frente a la pandemia, su gobierno emprende una estrategia “distinta” con respecto a otros países. “Los apoyos económicos para aminorar los efectos de la crisis económica se han entregado directamente a 23 millones de familias a través de programas sociales”.  No obstante, en torno a la base productiva enfatizó que “todos los apoyos y créditos se entregan de manera directa para reactivar la economía de abajo hacia arriba, no se da prioridad a las grandes empresas y bancos”.

Este enfoque ha generado resultados ambiguos.  El apoyo directo a personas vulnerables ha posibilitado la construcción de una “red de protección” en beneficio de las familias de menores ingresos, lo que es positivo, sin duda alguna. Sin embargo la falta de atención y apoyos suficientes a las empresas, especialmente a los micro y pequeños negocios, ha dejado una importante secuela de destrucción de empleo y capacidades productivas. Hay que decirlo con todas sus letras: No dedicar recursos suficientes a las MiPymes ha sido un grave error.

Desafortunadamente parecería que estas decisiones han tenido que ver mas con prejuicios y sesgos ideológicos, que con entender lo que verdaderamente han requerido los negocios mexicanos debido a la pandemia. Desde el inicio del sexenio, la renuncia de Carlos Urzúa dejó dudas sobre el manejo del área económica. El ex secretario de Hacienda hizo pública su molestia porque las decisiones de política económica se tomaban “sin el sustento necesario” e hizo énfasis en su preocupación de que las decisiones se tomaban sujetas a cierto “extremismo ideológico”.

En este mismo sentido, la renuncia de Alfonso Romo ratificó el débil interés por llevar una buena relación con la iniciativa privada. El empresario neolonés era el enlace de la Presidencia con el sector privado, por lo que su salida se leyó como un nuevo alejamiento hacia la clase empresarial. Romo terminó sin credibilidad por parte de aquellos con los que intentó ser interlocutor. Desde la cancelación del aeropuerto de Texcoco, hasta la cancelación de la nueva planta de Constellation Brands en Mexicali, quedó claro que sus posiciones no eran tomadas en cuenta en Palacio Nacional.

La tipificación de la evasión fiscal como delincuencia organizada y los cambios en reglas en el sector energético, fueron muestra clara de que las preocupaciones de los empresarios no eran entendidas de igual forma por parte del gobierno. La figura de Romo fue más que irrelevante. En el fondo de toda esta trama, relucen los prejuicios prevalecientes para con la iniciativa privada. Los malos resultados en materia económica son evidentes y dejan claro que no hay confianza ni del gobierno hacia los empresarios, ni de los empresarios hacia el gobierno.

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