Alejandro Páez Varela
Eran mis días más terribles; días de meter clavos con la frente en las banquetas. Vivía en una casa vieja en la colonia Roma, en la capital mexicana. Cada mañana anotaba en una libreta junto a la cama las razones para ponerme de pie.
En esos días conocí a Niño. Había como veinte cachorros en una veterinaria y cuando pasé, puso las patas en la vitrina. Se me quedó viendo, quieto, mientras los otros perros brincaban. Tenía un gesto muy especial: simulaba tocar rítmicamente un tambor: primero una pata y luego la otra. Tam, param, param. Uno, uno-dos, uno-dos. Me metí al local y pregunté qué necesitaba para llevármelo. Él siguió con los ojos todo mi trayecto y puso atención a la negociación que incluía sus vacunas, una bolsa de croquetas, un collar, una vasija doble para agua-comida. Y así, confiado, aceptó que lo metiera a una bolsa de mi saco y nos fuimos a casa. Y en esa bolsa del saco vivió una vida: siempre junto a mí, siempre atento a un gesto mío.
Pocas semanas después, un nueve de enero –aniversario de Simone de Beauvoir–, pasamos junto a la veterinaria. Niño ya llevaba una correa y se detuvo en la vitrina, moviendo la cola y tocando su pequeño tambor imaginario: Tam, param, param. Uno, uno-dos, uno-dos. Luego me vio y ladró. Apuntó con los ojos: había una chirisca dormida junto al agua. Él la escogió. Y ese día empezamos una travesía de quince años. Bueno, él trece; Simone quince. Juntos casi todos los días y sus noches, en una sociedad que se volvió familia y en un acuerdo de querernos que llenó mi vida. El aire de soledad que entraba todas las noches por mi ventana tomó otros rumbos y chifló, seguramente, por otras ventanas.
Tenía la mano de mi padre apretada entre las mías cuando se fue. Era 26 de diciembre. Esa noche estuve despierto con él, con una silla junto a su cama. Unas horas antes llegué a su casa e hizo el enorme esfuerzo que debe hacer un hombre moribundo, y me vio. Yo conozco esa mirada. Me vio y me dijo cosas con los ojos que sólo yo sé. Y luego los cerró. Le hice guardia. Le dije, mientras lo acariciaba de la frente: todo va a estar bien; voy a hacer las cosas como me lo pediste; te quiero mucho. Se lo dije muchas veces. Y como un pajarito que se cae en silencio, que rueda por las ramas hasta un recoveco del árbol: amanecía y dejó de respirar.
Maravillosa vida que me permitió, hace poco menos de dos años, acompañar a Niño. Lo abracé cuando estaba en coma y le dije que lo quería. Apenas respiraba. En los últimos días de su vida llegaba yo a casa y corría, el pobre, a recibirme. Se caía por falta de oxígeno, se desmayaba, se orinaba. Procuraba llegar a escondidas y sorprenderlo en la cama para que no se agitara pero no servía; se ponía como un loco y se desmayaba. Y un día ya no se levantó. Lo envolví en su cobija y me fui con él al hospital. Me dijeron que podrían reanimarlo. Cometí el error de dejarlo allí media hora. Me regresé y dije: no, no, no. Lo que sea menos que muera solo. Y volví para que entreabriera los ojos y me viera. Conozco esa mirada. Me dijo todo lo que dice un corazón en llamas. Le dije que lo quería y se me murió mientras lo acariciaba.
Y ahora Simone. Tenía días que no respondía. Diabetes, mal de Cushing, hígado, riñones. Todo, ya. La vida. La había salvado extirpándole un tumor hace poco más de dos años y estaba esperanzado en que respondiera otra vez. No respondía. Dejó de comer. Le daba por la fuerza un puré de carne que le hice, con vitaminas. Dejó de beber agua. Eso fue una noche y a la mañana siguiente, cuando la vi dar pasos tambaleantes, dije: ya. Ella misma me dijo: ya. Se acostó. Preparé su cobija y cuando la enredé y me la eché al pecho, se soltó. Me fijó los ojos mientras caminábamos y le fui diciendo cosas de los dos. Cosas de los que se quieren. Me vio con esos ojos que conozco. Llegamos al hospital y tenía la mirada fija en mí. Yo le clavé la mirada también y la acaricié y se fue perdiendo lentamente dentro de ella. Sus ojos se pusieron opacos y la abracé. Le dije al oido cosas de dos. Le dije todo lo que la quise y le di las gracias. Gracias, gracias.
Gracias, le dije a ella. Y le dije a Niño gracias también. Porque cada mañana antes de conocerlos anotaba en una libreta junto a la cama las razones para ponerme de pie y muchas veces no tuve qué escribir. Porque aquellos eran mis días más terribles; los días de meter clavos con la frente en las banquetas. Y me salvaron. Amor incondicional y me salvaron. Formamos una sociedad que se hizo familia. Gracias, le dije a Simone este sábado. Y a las once de la mañana con quince minutos dejó de respirar.
Mi padre se fue con dos billetes en la cartera y sin cuenta de banco. Don Aurelio fue vendedor de dulces en el cine, linotipista, tipógrafo, periodista y sirvió a este país como funcionario. Se quitaba la chamarra en invierno para regalarla, y eso se los contará cualquiera que lo conociera. Así era don Aure. Se fue con dos billetes en la cartera y se fue rico, de tanto que dio, que nos dio. Y al final estuve allí con él para despedirlo. Maravillosa vida que me lo permitió.
Ahora cuando pienso en las personas que se mueren solas en los hospitales, en estos días de tanta enfermedad, le digo al Creador que haga lo que tenga que hacer pero que no me lo permita. Que tengo influencias, por mi madre. Que he acumulado también algunos bonos. No lo permitas, le digo. Como don Aure: un puñado de plumas que se vuela y ya, y alguien que me diga que todo estará bien. Como Niño, como Simone. Que alguien me agarre la mano.
Pero si no pasa, porque no somos dueños del destino, que al menos me deje pensar en todos aquellos a los que amé. Que me deje esos últimos segundos para abrazarlos antes de subirme al último tren; antes del último sueño, en esa última vez de ir a la cama para ya no despertar.