María Rivera
La semana pasada escribí sobre el estado en que se encontraba nuestro país en 2018 y del voto de la mayoría. Hacía yo un ejercicio de memoria para aquellos críticos que convenientemente han olvidado de dónde venimos, muy lejos del país pacífico y democrático que les gusta imaginar. Críticos interesados, decía, porque muchos de ellos provienen de las filas de la oposición partidista. Muchos vivían en un país que no existía, salvo en sus parcelas de privilegios, producto de un país obscenamente desigual y no pocas veces obtenidos por su cercanía con el poder gubernamental. Votantes del PRI o del PAN, ex funcionarios de sexenios anteriores, asesores, que durante sexenios apoyaron abiertamente medidas que hoy critican, como la militarización, o no criticaron nada o lo hicieron de manera condescendiente con la barbarie y el latrocinio, hoy se alzan como críticos feroces de este gobierno. Aunque pueda ser chocante, hay que decir también, que de manera legítima. Lo que no es legítimo y es delirante, es que estos críticos pretendan “llamar a cuentas” como pomposa e infantilmente dicen, a los votantes de López Obrador que son críticos de su gobierno, como si tuvieran algún tipo de autoridad sobre los demás. Equivocan el blanco, sin duda, enceguecidos por la polarización. Aun así, tal vez haya que recordar una verdad de perogrullo: el gobierno nos gobierna a todos, por igual, se haya votado por quien se haya votado y es por ello que todos tenemos derecho a la crítica del poder, con la misma legitimidad.
Sin embargo, la narrativa excluyente y polarizadora que López Obrador y los suyos decidieron sostener tras ganar las elecciones, ha logrado desnaturalizar esta idea. Mucha gente cree que hay quienes no tienen “derecho” a la crítica, o que quienes critican al gobierno tienen segundas intenciones, no puede tener razón. Esto constituye uno de los rasgos más ominosos de este gobierno y ha representado una traición al espíritu democrático con el que llegaron. Pronto, todos entendimos que el presidente emprendería sus cambios a través de la mentira perversa del discurso maniqueo, la difamación y el amedrentamiento de quienes se opusieran a su transformación; que defenestraría instituciones funcionales sin estudios previos y sin importarle, incluso, afectar a los más pobres, entre ellos mujeres y niños. Y no es que el país deba rebosar en una falsa unidad, como pregonan algunos. Es que el poder no debería discriminar a ciudadanos según sus orientaciones políticas, ideológicas, partidistas, ni señalar a sus opositores y críticos como si de traidores a la patria se tratara. Esa aberración, la exacerbación de dos bandos en disputa, creada desde el gobierno, significó la desnaturalización de cualquier debate civilizado en torno a la cosa común. No solo en las redes sociales donde campean, por igual, ejércitos de trolls y bots dedicados a evitar cualquier discusión medianamente razonable, sino en los espacios institucionales para ello. Todos somos víctimas de este enredo, donde cada vez parece más difícil entablar una conversación siquiera. “Fifís, chairos, facilitadores, conservadores, oportunistas”, etc. forman parte ya de nuestra jerga para mediar odios y resentimientos.
La polarización también ha servido como coartada para aquellos que, habiendo sido feroces críticos de los gobiernos anteriores, hoy se abstienen de criticar prácticas y políticas de este gobierno muy similares a las tomadas por gobiernos anteriores, completamente contrarias a cualquier movimiento que se precie de ser de izquierda o humanista, e incluso, abiertas traiciones a los ofrecimientos de campaña de Morena. Críticos que gritaban en plazas contra la militarización y llamaban al expresidente Calderón “asesino” por los miles de muertos de todo el país, que crearon banderas como “No + Sangre”, hoy no dicen nada ante el agravamiento de la violencia, ni critican la política de seguridad que no ha logrado resolver el saldo sangriento. Nada dicen de estados como Michoacán o Zacatecas, donde el crimen organizado reina impunemente, como sucediera en sexenios anteriores. Tampoco ante la violencia que este gobierno comete todos los días contra los migrantes, a quienes se les caza, inclementemente para beneplácito de la política estadounidense; no, no se conmueven ante las víctimas, como antaño, sino que emprendieron una campaña de calumnias contra ellas cuando intentaron acercarse al presidente. Algunos, lejos de quedarse callados, se han sumado servilmente a la campaña militarizadora del presidente López Obrador, o han llamado “cuentos, telenovelas” al desabasto de medicamentos oncológicos de niños. Es decir, pasaron de ser críticos a ser propagandistas sin ningún escrúpulo, se sumaron a las narrativas gubernamentales sin el menor recuerdo de las críticas que tan vehementemente sostenían. Es increíble, pero a estos críticos del pasado, nada los desanima de apoyar al gobierno, ni el proceso de creciente militarización, ni las iniciativas de naturaleza innegablemente autoritaria de este gobierno como el decreto recién publicado que atenta contra todos los controles anticorrupción y la transparencia, ni el criminal manejo de la pandemia que ha dejado medio millón de fallecidos, ni el desmantelamiento de instituciones del Estado perfectamente funcionales, ni el asedio a las comunidades académicas del país. Vamos, ni los pobres, a quien el gobierno dejó desprotegidos, les importan. A ellos, lo que les importa es criticar a los críticos, a los medios, a los viejos villanos del país, y apoyar a un político ciegamente, aunque contradiga cada una de las cosas que prometió.
A estos aplaudidores, otrora críticos, no es necesario que nadie los llame a cuentas, como creen algunos. La historia lo hará, que no le quepa duda, querido lector.