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La igualdad no se encuentra en la Ley

Nayeli Rubí Pérez Ochoa

Un enorme número de personas se incomoda y se sorprende por las marchas y/o protestas que grupos feministas realizan, porque según algunos hoy en día hay una igualdad tan visible que resulta innecesario y burlesco que se siga buscando lo que ya se tiene.

Pero, ¿es esto cierto? ¿ya hemos alcanzado la cumbre de la igualdad ante la sociedad y el derecho?, personalmente opino que no, la mujer si bien ha obtenido el reconocimiento legal de su valía, integridad, esfuerzo y capacidad, ha perdurado en la sociedad el estigma que en el siglo XIX las hizo objeto de múltiples y variados ultrajes a su persona.

Durante este lapso de tiempo, así como antes del mismo, la mujer fue relegada a ser un objeto que contenía la valía y honor de la familia, y en caso de buscar la independencia, de no seguir con los cánones impuestos, ese honor que poseía no únicamente lo perdía ella, sino toda su tribu, papá, mamá y hermanos, esa distinción que trabajo le había constado ganar a ese grupo de personas podía perderse rápidamente, por el actuar de la fémina e incluso por el de terceros.

Tales cosas sucedían al ser víctimas de hombres que, sin su consentimiento, como comúnmente se decía, las “desfloraban”, orillándolas en el mejor de los casos a la pérdida de la honra, en el peor, a ser considerada también como partícipe del delito, y por ende, al dañar la moral pública debía ser castigada con multa y con pena privativa de la libertad.

Pero para evitar este desastroso desenlace, tenían siempre la opción de contraer nupcias con su violador, con el estuprador o el raptor, y con esto, de manera automática, se recobraba el honor y no había más delito que perseguir. Claro, el sentir de la víctima no importa, pues el daño a la moral pública se extinguía con este acto, siguiendo la sociedad su sano curso.

Así las cosas con el primer Código Penal Mexicano, promulgado en el año de 1871, aplicado durante la época porfiriana, en la que predominaba la protección a la moral, que estaba estrictamente apegada a las creencias religiosas, y que sancionaba de manera diversa a los delincuentes en atención al género.

Esta desigualdad se observa claramente en el delito de adulterio, en el que, si lo cometía el marido fuera del domicilio conyugal, tenía que imponérsele la pena de un año de prisión, sin embargo, si la esposa era la perpetradora, la pena se doblaba, siendo de dos años la sanción a cumplir, así sin justificaciones, simplemente porque estaba establecido en la legislación.

Y no se puede tampoco emitir un juicio duro en contra de los jueces (en masculino), sino que también estos se veían inmersos dentro de un engranaje en el cual, si una pieza no hacía lo que le correspondía, enfrentaba sanciones, así que, les pareciera justo o no, tenían que aplicar el dicho que reza “la ley no siempre es justa, pero es la ley”.

Esta iniquidad se encontraba también justificada en la sociedad, la que atribuía al hombre un comportamiento que dada su naturaleza se desataba, quitándole el peso de la culpabilidad, lo cual en la mujer no era aceptable, ella debía comportarse y no ceder a los instintos, pues en sus hombros cargaba el peso del honor familiar.

En pocas palabras, antaño, el valor de la mujer radicaba en su virginidad, y en caso de perderla, en el compromiso que adquiría con quien se la hubiera quitado, debiendo formar una familia con la anuencia de sus padres, comprometiéndose a cuidar a su marido, así como al hogar e hijos, pues el abandono o el divorcio, causaban vergüenza propia y ajena.

Rastro de esta forma de pensar se sigue observando mayoritariamente en las generaciones de la tercera edad y en las mayores de cuarenta, las más jóvenes han superado en cierta medida el estigma, pero sigue siendo común la sentencia social a cierto actuar de la mujer, que, en caso de hacerlo un hombre causa menos agitación.

La libertad sexual, independencia y capacidad de decisión de formar una familia provoca aún críticas que muestran el arraigo a una forma de honor antiquísima en la que la mujer debe estar dedicada a su esposo, al hogar y al cuidado de los hijos.

Así que sí, es necesario que se siga alzando la voz, que continúen los pedimentos de igualdad, que la mujer siga dando muestras de su valor propio, independientemente de alguien más o del ejercicio de su sexualidad, porque se equivoca quien crea que debido a que el marco legal establece la igualdad, ésta ya se alcanzó.

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