Rubén Martín
Hace 52 años, el 2 de octubre de 1968, se cometió uno de los crímenes de Estado más brutales y sanguinarios en la historia del país. A fin de contener un movimiento estudiantil y popular que había desafiado al régimen por un simple pliego petitorio que exigía fin de la represión a estudiantes y jóvenes, el Gobierno encabezado por Gustavo Díaz Ordaz decidió implementar un operativo militar a gran escala para asesinar, herir y detener a miles de personas.
Unidades del Ejército y del Batallón Olimpia cercaron y luego ingresaron a la Plaza de las Tres Culturas donde el Consejo Nacional de Huelga había convocado a un mitin para fijar su postura ante el ofrecimiento de diálogo del Gobierno federal. Pero la traición ya estaba preparada. Más de 10 mil soldados, usando armas de alto poder, entraron a la Plaza de las Tres Culturas disparando de manera indiscriminada contra una masa popular reunida de manera pacífica.
No se sabe a ciencia cierta cuántos muertos dejó la masacre de Tlatelolco. Algunos hablan de más de 300, mientras que documentos oficiales del Gobierno de Estados Unidos reportan más de 150 fallecidos, cientos de heridos y cerca de 2 mil personas detenidas esa fatídica noche.
Lo que sí sabemos es que ese crimen de Estado permanece impune desde hace 52 años. A pesar de que exdirigentes estudiantiles han promovido desde hace años demandas para llevar a juicio a los responsables, especialmente al expresidente Luis Echeverría Álvarez, quien en 1968 era Secretario de Gobernación. Si bien Echeverría fue enjuiciado y durante dos años pasó prisión domiciliaria, desde hace años el Ministerio Público federal ha mantenido en reserva el caso, según ha denunciado el Comité 68 Pro Libertades Democráticas.
Y el manto de impunidad con el que la clase política y los poderes fácticos (medios de comunicación, grandes capitales, iglesia y Gobierno de Estados Unidos) protegieron a los responsables de ese crimen de Estado ha tenido enormes consecuencias en el presente político de México.
Si se hubieran juzgado y sentenciado a los responsables de esa masacre cometida por militares y ordenada por mandos políticos, probablemente no se habrían repetido hechos semejantes en los años siguientes.
Pero tras la masacre de Tlatelolco, se preparó la masacre del Halconazo el 10 de junio de 1971; la guerra sucia en contra de disidentes políticos y grupos guerrilleros en las décadas de los setentas y ochentas; la persecución y represión en contra del sindicalismo independiente y el movimiento popular urbano; la sistemática y continuada represión en contra de los pueblos indígenas y la posterior guerra de baja intensidad en contra del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y hechos represivos como en Atenco y Oaxaca en 2006 o la masacre de Nochixtlán en contra del movimiento magisterial democrático.
En todos estos casos se puede ver un patrón: la represión como dispositivo de Estado en contra de movimientos sociales independientes y la impunidad para las fuerzas de seguridad que cometen esos hechos y los mandos políticos que los ordenan. Y eso se viene arrastrando desde antes de 1968.
La otra consecuencia de esta impunidad ante crímenes de Estado es que desde los mismos aparatos de Gobierno, especialmente militares y policiales, se gestó el crimen organizado que ahora se expande a través de cárteles de la droga.
Hay documentación seria que revela cómo los grandes policías represores protegidos por el Gobierno, como Miguel Nazar Haro, Francisco Quirós Hermosillo, Arturo Acosta Chaparro, Francisco Sahagún Baca y Guillermo González Calderoni, fueron acusados por pertenecer a bandas de robo de autos, bancos y de narcotráfico.
De hecho, Javier García Paniagua, exsecretario del Gabinete, presidente del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y exdirector de la temida Dirección Federal de Seguridad (DFS) firmaba charolas a algunos connotados narcotraficantes.
En el momento que el Gobierno protegió con impunidad a estos policías represores, empezó al mismo tiempo la consolidación de los primeros cárteles de la droga y el reparto de territorios en este país.
Pero además de impunidad (narcotraficantes que portaban charolas de policías o militares) los expertos en represión también transfirieron sus “conocimientos” represivos y de violencia organizada a las bandas del narcotráfico, entre ellas las ejecuciones, levantones, desapariciones, torturas y fosas clandestinas.
Las formas más brutales de violencia que vemos ahora cotidianamente en la disputa por territorios o mercancías del narcotráfico en realidad fueron transmitidas de la violencia represiva estatal a través de los policías encargados de la represión a disidentes políticos y luego padrinos de los nacientes cárteles de la droga.
De modo que los crímenes de Estado, al quedar impunes, perpetuaron no sólo la injusticia sino formas de violencia organizada que permanecen ahora en la supuesta “guerra contra las drogas”. Hay un eje relacional entre la violencia estatal y la violencia criminal que es inocultable. Debemos parar la impunidad contra los crímenes de Estado. No importa cuando se hayan cometido.
Para algunos pasó como un sábado cualquiera. Otro más en este encierro que hace que todos los días se parezcan; que un domingo y un miércoles, por ejemplo –en esta retahíla de zooms que marca nuestra vida-, sólo se diferencien por la cantidad de ruido que llega del exterior o porque entre el cúmulo de trabajo pendiente se cuela una reunión familiar, con charlas, brindis, y sobrinos reclamando atención a la distancia.
Para algunos pasó como un sábado cualquiera. Otro más en este México nuestro, desmemoriado y feroz. Para unos cuantos –espero- fue un día de indignación, pero para unos pocos fue un día de infinita tristeza, como ha sido cada día desde aquel 26 de septiembre de 2014; desde esa trágica noche en que desaparecieron cuarenta y tres estudiantes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero. Una noche que dio origen a una de las más oscuras tramas de engaños, violencia, mentiras, corrupción e injusticias del país.